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El New York Times, en problemas: ¿analizar los males de la esclavitud es atacar el 'sueño americano'?

Esclavos fugitivos en la sede del general Lafayette, en 1862 durante la guerra civil estadounidense.

Carlos Hernández-Echevarría

La esclavitud llegó a lo que hoy es EEUU casi por casualidad. En 1619 unos corsarios ingleses asaltaron un barco portugués que llevaba esclavos africanos de Angola a México y una veintena de ellos acabaron vendidos en la colonia de Virginia. Esos fueron los primeros, pero llegó a haber cuatro millones. Para conmemorar los 400 años del inicio de esa tragedia, The New York Times ha lanzado un extenso y ambicioso proyecto llamado '1619'. Con un equipo de redacción y diseño casi 100% afroamericano, pretenden contar la verdadera historia de la esclavitud en EEUU y sus todavía enormes consecuencias en la economía, la política, la sanidad, la justicia, el arte o el urbanismo. Lo que probablemente no sabían es que haciéndolo iban a provocar la ira de los conservadores.

La meta del periódico de “reenfocar la historia de nuestro país” y “poner las consecuencias de la esclavitud en el centro del relato que hacemos de quiénes somos” ha hecho enloquecer a la derecha y no resulta difícil entender por qué. Es difícil sostener la idea de que EEUU es un experimento excepcional de libertades a la vez que se reconoce que de esas libertades se ha excluido a la mayoría de los negros durante mucho tiempo. Es complicado endiosar a los fundadores de la república si se pone el foco en que el libertador George Washington era propietario de esclavos y el también presidente Thomas Jefferson escribió cosas preciosas sobre la libertad, pero “poseía” a 600 personas y se acostaba con algunas de ellas. La historia es compleja y es difícil de juzgar en la distancia, pero a algunas personas les ha sentado verdaderamente mal que se ponga en cuestión el cuento de hadas.

“El lema del proyecto 1619 del New York Times debería ser 'toda la propaganda con la que queremos lavarte el cerebro”. La frase es del expresidente republicano de la Cámara de Representantes Newt Gingrich, un historiador muy cercano a Trump. A lo que añade que los males de la esclavitud son, básicamente, un problema solo para negros: “Si eres afroamericano, la esclavitud está en el centro de lo que tú consideras la experiencia americana, pero, para la mayoría de los americanos, la mayor parte del tiempo sucedían otras cosas”.

Gingrich no está solo en su defensa del templo del americanismo, sino que le han seguido en su ataque varios miembros conocidos de la conocida como “derecha intelectual”. Les hemos escuchado argumentos como que es “un proyecto que intenta deslegitimar el más grande experimento de la humanidad en libertad y autogobierno” con el objetivo último de “desmoralizar y dividir aún más a la ciudadanía”.

En el trasfondo de todo esto, por supuesto, están las heridas abiertas en los tres años del Gobierno de Trump. Incluso entre la derecha que jamás se haría una foto con el presidente, se acusa estos días al periódico de dar oxígeno a la Casa Blanca y “hacer que cuando el presidente acusa al New York Times de ser el enemigo del pueblo, a muchos les suene a cierto”. Más aún, la misma persona que dice esto corre a señalar que en realidad no es el diario quien tiene la culpa, sino que ha hecho mal en encargar los artículos a “columnistas que se benefician de ver las cosas a través de una mirada racial y de mantener la tensión racial al rojo vivo tanto como lo hace Trump”. En otras palabras, los escritores y académicos negros seleccionados para escribir una historia real de la esclavitud y sus efectos son tan culpables como el presidente racista.

Tras toda esta indignación hiperventilada, hay un reto auténtico: el de tener una conversación nacional sincera sobre el racismo y el pasado. Una visión que compagine las ideas más brillantes que ha aportado EEUU al mundo y también sus aspectos más oscuros. Que hable de la fórmula revolucionaria de gobierno democrático con la que se fundó el país, pero que tampoco olvide que fueron esclavos los que físicamente construyeron la Casa Blanca y el Capitolio. Que exalte las palabras de su declaración de independencia que hablaban de “la verdad evidente de que todos los hombres son creados iguales y que han recibido del creador ciertos derechos irrenunciables, entre ellos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, pero sin olvidar que quien las escribió poseía esclavos y que esa bonita frase no se empezó a hacer realidad para muchos afroamericanos hasta 200 años después de ser pronunciada. Y aún será más difícil hablar de las consecuencias de todo aquello y de cuánto tienen que ver todos esos años de opresión en los niveles actuales de pobreza, fracaso escolarencarcelamiento de la comunidad negra.

Seguro que hay mucha gente que dice que 400 años después de la llegada del primer esclavo ya no hay que hablar de esto, o es suficiente que la esclavitud fue derogada hace siglo y medio. Incluso se argumentará que la negación del derecho a voto o la segregación legal desaparecieron hace 60 años. Pero es cierto que la estructura económica del país se creó sobre la desigualdad y eso tiene consecuencias. Que los libros de texto han tenido durante siglos una versión edulcorada de la esclavitud y eso tiene consecuencias. Que el diseño de muchas ciudades se hizo para imponer la separación entre razas y eso tiene consecuencias. Lo más difícil será hablar de las consecuencias, porque las consecuencias sí que se pueden remediar. A los 20 esclavos de 1619 ya nadie les devuelve la vida o la libertad, por eso un reportaje sobre ellos no levanta ninguna polvareda. Son los problemas derivados de siglos de esclavitud los que siguen molestando y los hay que atajar. Y por ahí ha empezado, valientemente, el New York Times.

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