Bienvenidos al Mundial, el lugar donde los fracasos nacionales desatan fuerzas oscuras
El mes pasado, los futbolistas alemanes de origen turco de la Premier League Ilkay Gündoğan y Mesut Özil posaron con Recep Tayyip Erdoğan durante una visita del presidente turco a Londres. “A mi presidente, con mis respetos”, firmó Gündoğan, de ciudadanía alemana y turca, en la camiseta que le entregó.
En unos partidos amistosos recientes, los aficionados alemanes abuchearon a Özil y a Gündoğan. La Asociación Alemana de Fútbol primero les reprendió y luego les respaldó. Los dos fueron advertidos de que tendrían que esperar más hostilidad a medida que avanzara el Mundial.
Hay buenas razones para abuchear a un astro del fútbol que se encuentra con Erdoğan. Es el tipo de fotografía que habría que evitar teniendo en cuenta el historial de abusos contra los derechos humanos y las tendencias dictatoriales del presidente turco. Como dijo Sevim Dağdelen, un diputado alemán izquierdista y de origen turco: “Es un error grave posar en un hotel de lujo londinense con el déspota de Erdoğan y exaltarlo con el título de 'mi presidente', mientras en Turquía persiguen a los demócratas y detienen a los periodistas críticos”.
Pero también hay razones equivocadas para abuchearlos. En Alemania y en otros países, hay gente a la que le cuesta entender que haya múltiples identidades nacionales, que otras personas sientan una relación de lealtad a más de un país, especialmente si su familia ha emigrado en el pasado.
“Se supone que la integración es dar y recibir”, me dijo Zelika Baba, una asistente social residente en Berlín y de ascendencia kurda y aramea. “Pero sólo quieren que abandonemos nuestra cultura. No importa cuánto tiempo hayas vivido aquí, si has nacido aquí o si hablas alemán, siempre serás un extranjero. Hablan de nosotros, pero nunca con nosotros”.
Los diputados del partido de extrema derecha Alternative für Deutschland han aprovechado la ocasión para poner en cuestión no solo la decisión de los jugadores sino también su autenticidad. “¿Por qué Gündoğan juega para la selección alemana si reconoce a Erdoğan como a su presidente?”, preguntó uno de ellos.
El Mundial ya está aquí. Además de mostrar a los mayores talentos del mundo del fútbol, el campeonato dará rienda suelta a las más crudas y profundas tensiones, tanto dentro de los países como entre unos y otros. En medio de esta época de nacionalismo exacerbado en Europa, estamos a punto de entrar en el mes de las banderas y los himnos cantados, de la pasajera euforia patriótica, del delirio, de la decepción, y a menudo de todo eso junto. Como escribió el historiador Eric Hobsbawm, “la imaginada comunidad formada por millones parece más real si adopta la forma de un equipo de 11 personas”.
El problema es que muchas veces la realidad, tal y como se ve en el campo de fútbol, no está a la altura de la imaginación, creada durante décadas de mitología. Las tensiones no tienen por qué estar relacionadas siempre con la raza o con el origen étnico. El hecho de que por primera vez en 60 años Italia no haya logrado clasificarse para el Mundial ha llevado a algunos a culpar a la corrupción, comparándose desfavorablemente con Alemania “que (sí) sigue las reglas”.
Al capitán de la selección irlandesa, Roy Keane, lo mandaron en 2002 a casa después de que dijera al entrenador del equipo, Mick McCarthy: “No te valoré como jugador, no te valoro como entrenador y no te valoro como persona; eres un puto gilipollas y puedes meterte la copa del Mundial por el culo. No siento respeto hacia ti”.
Según el columnista Fintan O'Toole, los que entendieron su reacción como otra rabieta digna de deportistas maleducados y pagados en exceso, se perdieron los paralelismos con la divisió que sufría Irlanda en ese momento: “[Keane] es el ejemplar perfecto de la nueva Irlanda del Tigre Celta… Igual que la nueva Irlanda, [Keane] es rico, con movilidad social ascendente y guiado por una ética del trabajo despiadada... Alrededor quedan los restos de una sociedad relativamente pobre en la que era lógico dar las gracias por pequeños favores”.
Salvo las colas de los parados y el sistema de justicia penal, los equipos de fútbol están entre los pocos lugares donde hay una probable sobrerrepresentación de las minorías. Sumado a las tensiones que sufre hoy Europa, eso hace que los temas de identidad racial, étnica y nacional estén muy presentes en el espectáculo deportivo.
El jugador Zlatan Ibrahimovic cree que la razón por la que lo excluyeron del equipo sueco tiene poco que ver con su lesión. “No tengo el típico nombre sueco ni la típica actitud y comportamiento sueco”, dice. Consciente del racismo notorio en las gradas rusas, el equipo inglés más diverso de la historia posó para la ONG Saca tarjeta roja al racismo.
Las interpretaciones que se hacen sobre el significado de estos campeonatos pueden caer en la exageración. Cuando Francia ganó el Mundial de París en 1998 con un equipo multirracial y multiétnico, el país salió a celebrarlo. “Qué mejor ejemplo de nuestra unidad y diversidad que este magnífico equipo”, dijo Lionel Jospin, el primer ministro socialista en ese momento.
Por lo que se ve, no siempre aprendemos de nuestros ejemplos. Cuatro años después de ese Mundial, el líder del xenófobo Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen, pasaba a la segunda vuelta tras haber dejado a Jospin en el tercer puesto. Ocho años después, en Sudáfrica, todo el equipo francés se declaró en huelga cuando enviaron a casa a un jugador negro por insubordinación.
El filósofo Alain Finkielkraut habló entonces como muchos racistas, cuando comparó al equipo con los disturbios en los barrios obreros de la periferia protagonizados por jóvenes. “Ahora tenemos la prueba de que el equipo francés no es un equipo en absoluto, sino una banda de gamberros que sólo conoce la moral de la mafia”, dijo.
Este es uno de los principios centrales del racismo occidental: cuando la diversidad se relaciona con algo exitoso, es una muestra del genio nacional que lo ha permitido, alimentado y administrado; cuando se vincula a una calamidad, la diversidad es la razón del fracaso.
Como era de esperar, en Italia más de uno ha culpado a los “extranjeros” de su pobre actuación. “Demasiados extranjeros en el campo”, tuiteó Matteo Salvini, líder de la Liga, el partido xenófobo. “#StopInvasion, y más espacio para los italianos, también en el campo de fútbol”, publicó en la red social.
Pero en pocos lugares la “comunidad imaginaria” de Hobsbawm es más evidente que en Inglaterra, donde “el equipo de 11 personas” no representa a la identidad nacional sino que es prácticamente su único ejemplo. A diferencia de Escocia, Gales o Irlanda del Norte, que tienen sus propias asambleas o parlamentos, Inglaterra no existe en una forma material sino como equipo de fútbol y de rugby (el de cricket puede incluir a jugadores de Irlanda y del resto del Reino Unido).
Esto es doblemente desafortunado porque estamos concentrando la identidad de la “nación” en un deporte que, basándose en las glorias pasadas, tiene nostálgicas pretensiones de una grandeza que no se repetirá fácilmente. ¿Les suena a conocido? El problema no es que tengamos un rendimiento inferior, sino que hemos llegado a nuestro nivel. “Inglaterra lo hace muy bien”, escribieron Simon Kuper y Stefan Szymanski en su libro ¿Por qué pierde Inglaterra? “Juegan incluso mejor de lo que se espera, teniendo en cuenta el punto de partida”.
Así que Inglaterra tiene un sentido exaltado de su propia capacidad basado en un pasado glorioso, un hecho que no termina de aceptar. Tanto si cae en la primera ronda como si llega hasta la final, estén seguros de que medio país verá una metáfora del Brexit en la suerte de Inglaterra.
Traducido por Francisco de Zárate