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The Guardian en español

La globalización ha muerto y los supremacistas blancos han triunfado

Donald Trump celebrando la victoria electoral

Paul Mason

“Me siento en un garito (…), inseguro y asustado”, escribió W.H. Auden en 1939, poco antes de que estallara la II Guerra Mundial. Hoy, toda la izquierda y todo el mundo humanista y progresista se sienta en sus modernos garitos —cafeterías abarrotadas de precarios jóvenes de todo el mundo— y afronta un hecho: que la globalización ha muerto y que EEUU perderá su carácter de superpotencia.

Donald Trump no ha ganado las elecciones presidenciales gracias a la clase obrera blanca, sino a millones de ciudadanos de clase media y buena educación que, tras buscar en el fondo de su alma, debajo de todos sus conceptos, han encontrado a un sonriente supremacista y grandes reservas de misoginia sin usar.

Los académicos debaten sobre los motivos del crecimiento de la ultraderecha en las democracias burguesas. Se preguntan si su origen está en la emigración o en las dificultades económicas. Sin embargo, ese debate siempre ha sido estéril en EEUU. En efecto, el aumento de la emigración en economías cuyo crecimiento sólo permite trabajos mal pagados alimenta inevitablemente a la derecha en ausencia de un movimiento obrero fuerte y progresista. Pero el caso de Estados Unidos es distinto.

EEUU “ganó la guerra” de la recuperación tras la crisis de 2008. Estabilizaron sus bancos y se decantaron desde el principio por la expansión monetaria. De hecho, el crecimiento real de los salarios lleva cinco años alrededor del 4% anual. Y ese no es el único factor que justificaba la confianza de Hillary Clinton. Sus encuestadores eran conscientes del fuerte aumento demográfico de sectores que apoyan el progresismo: enormes cantidades de madres solteras, poblaciones negras e hispanas, matrimonios homosexuales y un número cada vez más alto de graduados universitarios. Sin embargo, subestimaron la fragilidad de su ideología y sus grandes reservas de miedo y odio, incluso entre los educados ejecutivos.

El sociólogo Roger Peterson afirma que se trata de un cambio en el status del antiguo grupo dominante el que empuja al electorado a la extrema derecha. De ser así, tendríamos que buscar el origen en el mayor cambio de status de la historia: la conmoción reproductiva que se produjo hace cincuenta años, cuando la píldora llevó a las mujeres a las salas de juntas, les puso en puestos de poder y, sobre todo, les dio control sobre cuándo, cómo y con quién mantenían relaciones sexuales.

Muchas figuras clave de los medios de comunicación derechistas se dedican a lanzar amenazas de muerte y violaciones contra mujeres famosas. Pero eso sólo es la espuma del profundo lago de bilis en el que nadan algunos hombres. No se pueden cambiar 40.000 años de control social biológico sin que se produzca un contragolpe negativo. Antes de atormentarse con la traición racial que los blancos anglosajones de Estados Unidos cometieron el día 8, tenemos que hacer un esfuerzo por comprender la traición de género.

Cuando Trump dijo que sus salidas de tono sobre agarrar a mujeres “por el coño” eran simples “conversaciones de vestuario”, algunas estrellas antisexistas del deporte replicaron que eso no pasaba en sus vestuarios. Sin embargo, Trump tenía razón. Muchos hombres del mundo desarrollado sienten pánico ante la liberación económica y sexual de las mujeres. Olvídense de las cenas en Wall Street, los mensajes de correo electrónico y la neumonía: lo que no pudieron soportar algunos hombres —con educación universitaria o sin ella— fue el sexo de Hillary Clinton.

En cuanto a la emigración y los grupos étnicos, el impulso que ha llevado a Trump al poder resulta fácil de entender si se tiene en cuenta su talento para el mensaje subliminal. Cada vez que decía “construiremos un muro para detener a los mexicanos”, los votantes captaban el mensaje secundario subyacente: recuperaremos la segregación de los negros. Los heroicos y reflexivos graduados negros que han acuñado el lema “las vidas de los negros importan (Black Lives Matter)” serán las primeras víctimas de la furia del supremacismo blanco anglosajón.

No estamos ante una revuelta bidimensional contra la pobreza y el estancamiento de los salarios, sino ante una revuelta tridimensional contra las consecuencias del neoliberalismo, tanto en sus aspectos positivos como en los negativos. La economía de libre mercado desató dos fuerzas que entraron en colisión: el rápido aumento de las desigualdades y una vía para que las mujeres, los negros y los homosexuales puedan llegar a la élite. Y los damnificados dieron la situación por buena mientras el neoliberalismo ofrecía crecimiento económico y un futuro mejor.

Sin embargo, el neoliberalismo ha dejado de funcionar. Está roto. Si sobreviviera, sólo podría asegurar un crecimiento zombie apoyado en el dinero de los bancos centrales y en un estancamiento peor que el actual. Pero no sobrevivirá. El verano pasado pronostiqué que si no se ponía fin a la economía de desigualdades altas, deuda alta y productividad baja, la gente votaría por desmantelar el orden global. Con el Brexit y con Trump, dicho proceso es inexorable. Y la siguiente ola del maremoto llegará el 4 de diciembre, con los plebiscitos de Italia y Austria.

En las próximas semanas, los músculos que llevamos tiempo sin usar se van a ver sometidos a una tensión extraordinaria. Como la generación de Auden, intentaremos “aferrarnos al día a día”. Pero hay un grupo de personas que tendrán que afrontar la realidad de una vez por todas: los economistas, periodistas, funcionarios, banqueros y analistas políticos que han menospreciado la idea de la amenaza existencial. Afirmaban que el capitalismo de los últimos 30 años no era más que la esencia del sistema revelado, un sistema que no se alcanzaría hasta conseguir la privatización de todos los hospitales y la eliminación de todos los sindicatos. Y se equivocaban. Tienen que dedicar sus recursos y su capacidad intelectual a crear un sistema alternativo, como hicieron sus homólogos en la época de Keynes y Roosevelt.

La izquierda va a decir muchas cosas sobre la “desconexión” con los valores de la “clase obrera”. Sólo serán tonterías, tanto de principio como de explicación sobre lo que ha pasado. En todos los estados de EEUU hay trabajadores que apoyan a las clínicas abortivas u organizan sindicatos con empleados de Walmart o inmigrantes del sector de la limpieza. Los que afirmen que la izquierda se tiene que “reconectar” de algún modo con mentes llenas de supremacismo y misoginia deberían terminar la frase: ¿mediante qué procedimiento? ¿lanzando a nuestras hermanas y hermanos al frente? Los poetas y mineros de las Brigadas Internacionales de hace ochenta años no fueron a la guerra con este argumento: “los fascistas tienen parte de razón”.

No se trata de reconectar nada. Al igual que en Gran Bretaña, la derecha xenófoba de Estados Unidos es una minoría a la que debemos y podemos derrotar. Sólo hay que reconstruir la coalición política que sirvió para ganar la II Guerra Mundial y conseguir el New Deal: la izquierda, los sindicatos, las minorías étnicas, la clase media liberal y los sectores de Wall Street y la élite estadounidense que no están dispuestos a cruzarse de brazos mientras los aspirantes a Trump llevan a la práctica sus “conversaciones de vestuario”.

Crear una historia común que ponga la defensa de la interconexión global, la tolerancia étnica y la igualdad sexual en el centro de todo no es particularmente difícil. Pero hay que contarla de forma convincente; y, para ello, el Partido Demócrata debe tener el coraje de aprender la lección que el laborismo británico ha empezado a aprender: dejar de poner a representantes desacreditados de la élite en lo más alto de las papeletas electorales.

Traducido por Jesús Gómez

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