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The Guardian en español

OPINIÓN

Dejad de echarle la culpa de la pandemia a “los consejos de los científicos”

Dos personas caminan con mascarilla junto a un cartel de la NHS, en Reino Unido

Venki Ramakrishnan / Venki Ramakrishnan

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En 1981, un virus que décadas antes había conseguido saltar la barrera de la transmisión entre especies y pasar a los humanos, comenzó a causar estragos entre la comunidad LGTBI de San Francisco y Nueva York. Se creó un grupo de trabajo para estudiar la causa de esta enfermedad, y se tardó unos años en identificar el VIH como la causa definitiva del SIDA y secuenciar su genoma. Tuvieron que pasar casi 15 años para conseguir una combinación de medicamentos para tratar una enfermedad que hasta ese momento era una condena a muerte.

Cuarenta años más tarde, ha sido posible determinar que la causa del brote de Covid-19 en Wuhan era un nuevo coronavirus Sars-CoV-2, y su secuencia se determinó en cuestión de semanas. Eso, a su vez, allanó el camino para una prueba de diagnóstico y, ahora, para pruebas de anticuerpos para las personas que podrían haberse contagiado. El hecho de que la comunidad internacional haya invertido de forma continuada en innovación y ciencia nos ha permitido saber tanto en tan poco tiempo.

Sin embargo, todavía es mucho lo que no sabemos. No sabemos por qué este virus se transmite con más facilidad que otros. Tampoco sabemos si el hecho de haber tenido el virus nos vuelve inmunes y, si es así, por cuánto tiempo. Y desconocemos por qué en algunos casos desencadena una reacción inflamatoria grave que puede llevar a la muerte, y por qué algunos individuos son más vulnerables a ella que otros.

La ciencia también está ayudando a impulsar la búsqueda mundial sin precedentes de una vacuna. Sin embargo, la cruda realidad es que, incluso después de 40 años, no existe una vacuna para el SIDA o para muchas otras enfermedades virales. Por lo tanto, es importante hacer un gran esfuerzo para encontrar nuevos medicamentos que combatan la infección.

Tal incertidumbre es intrínseca a la ciencia. Por lo general, la obtención paulatina de pruebas y el escrutinio por parte de la comunidad permiten descartar los errores y llegar a un consenso. Este sistema suele funcionar; sin in embargo, en esta ocasión toda la humanidad tiene sus ojos puestos en la comunidad científica, muy presionada para dar respuestas rápidas. En estas circunstancias, cuando aportan nuevas hipótesis es importante que los científicos sean muy sinceros y reconozcan el margen de incertidumbre.

Deben reconocer que, cuando se enfrentan a esas incertidumbres, diferentes científicos pueden llegar a conclusiones diferentes sobre la probabilidad de diversas hipótesis, lo que tiene un impacto en sus recomendaciones. A medida que tengan más información, deben ser francos a la hora de admitir los inevitables errores y estar dispuestos a aprender de ellos. Deben tratar de evitar el pensamiento colectivo que es común a todas las comunidades y asegurarse de que el debate interno sea sólido.

También deben ser transparentes con la evidencia obtenida y las conclusiones, para que puedan ser examinadas por terceros. Sin embargo, es imposible que los científicos se expresen con sinceridad si creen que cuando los gobernantes impulsen medidas a partir de sus consejos, ellos se convertirán en los chivos expiatorios.

Además, cuando la opinión de los científicos entra en el engranaje del proceso de formulación de políticas, puede llevar a caminos distintos, como han demostrado las diferentes respuestas que han dado los gobiernos para gestionar la pandemia. Esto es así porque la opinión de los científicos solo es uno de los factores de este proceso. Los gobiernos no solo tienen que lidiar con la incertidumbre de la comunidad científica, sino también con una larga lista de consideraciones prácticas, incluida la viabilidad. En todo este camino, pueden querer que los científicos les aporten seguridad para sentir o afirmar que “siguen las recomendaciones de la comunidad científica”. Lo cierto es que nuestros deseos no siempre se convierten en realidad.

Cuando lidiamos con una crisis, es clave volver a cuestionar lo que estamos haciendo, en contra de toda evidencia. Si nos percatamos de que hemos estado siguiendo un sendero equivocado, no podemos perder un tiempo precioso discutiendo y buscando culpables. Y, concretamente, culpar a los científicos por sus consejos en una situación incierta traiciona una premisa fundamental de cómo funciona la ciencia. Por lo tanto, fue tranquilizador ver, la semana pasada, cómo el primer ministro del Reino Unido hacía esfuerzos por distanciarse de la cruzada de un ministro para culpar a los científicos por sus recomendaciones.

En cambio, cuando nuevas pruebas sugieren que debemos hacer algo diferente o mejor, tanto el gobierno como los científicos deben reconocerlo, explicar por qué debemos cambiar de estrategia y corregir el rumbo en consecuencia. Creo que la opinión pública comprenderá que lo que, en retrospectiva, puede parecer que fueron malas decisiones, se tomaron con la mejor intención, basadas en lo que se conocía en ese momento, siempre y cuando se reconozcan los errores y se rectifiquen lo antes posible.

Aunque se sabía que la principal amenaza de Reino Unido era una pandemia viral y el país pensaba que estaba preparado para lidiar con esta amenaza, ahora es obvio que no lo estábamos. Debemos aprender de nuestros éxitos y fracasos para estar mejor preparados para la próxima pandemia que ocurrirá inevitablemente. Esa sería una forma de honrar las decenas de miles de muertos. Cada una de estas muertes es una tragedia.

Venkatraman Ramakrishnan es el president de la Royal Society.

Traducido por Emma Reverter

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