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The Guardian en español

Las familias separadas de sus hijos por la política de Trump no saben cuándo podrán volver a verlos

Familias de inmigrantes centroamericanos en Tapachula (México) contra la política estadounidense de separar familias.

Oliver Laughland

McAllen y Brownsville, Texas —

Durante cinco largas semanas, Evelin no tuvo ni idea del paradero de sus dos hijos. Fue detenida con ellos en la frontera con EEUU el 19 de mayo tras huir de la violencia en Guatemala. Su familia quedó hecha pedazos por culpa de la política de inmigración de “tolerancia cero” de la Administración de Trump.

Evelin fue procesada y enviada al centro de detención de inmigrantes Don Hutto en el centro de Texas. A sus dos hijos, Eddy de 17 años y Lilian de 9, los dejaron en un centro de internamiento de menores y después los trasladaron en avión a una casa de acogida en Grand Rapids, Michigan. Fueron retenidos en casas separadas.

Lilian lloraba por su madre todo el tiempo. La pequeña recuerda haber estado detenida en Texas donde, según cuenta, una vez la despertaron a las 3 de la mañana, le tiraron del pelo y le obligaron a ducharse.

Evelin, a miles de kilómetros, sufrió migrañas y ataques de ansiedad. “Pasó por un infierno”, cuenta Elmer, mientras hace público el relato de la historia de su familia para The Guardian por primera vez. “Mi esposa tiene la tensión alta. Estaba muy enferma. Estaba devastada”.

Elmer, que también está buscando asilo en EEUU, había huido de Guatemala hace dos años, después de haber recibido amenazas de muerte por una banda local, y explica que su mujer y sus hijos tuvieron que hacer lo mismo después de que sus vidas también corrieran peligro. “Querían matarme a mí y a mis hijos”, añade.

Hace dos días, los pequeños pudieron reunirse con su padre en Massachusetts, después de recibir el apoyo de un grupo activista en la capital de Texas, Austin. Cuando se reunieron en el aeropuerto de Logan en Boston, rompió a llorar. Pero Evelin sigue detenida.

“Espero que venga pronto”, dijo Elmer con la voz quebrada. “Espero que EEUU me ayude, ayude a mi familia porque todo lo que queremos es vivir juntos”.

Su historia es solo una más de la gran cantidad de sufrimiento que está provocando la política de Trump que se basa en la separación familiar forzada, interrumpida de forma abrupta este miércoles después de las protestas internacionales y de las críticas de ambos partidos.

De alguna manera, se podría decir que esta familia guatemalteca tiene más suerte que otras. Miles de niños y niñas siguen separados de sus familias, muchos de ellos ya dispersos por todo el país. Aquí en el sur de Texas, donde el sinuoso Río Grande separa a EEUU de México, abogados y defensores de los derechos humanos advierten de que existe la posibilidad de que algunos padres terminen siendo deportados antes de reunirse con sus familias.

La coordinación, si es que la hay, entre los organismos gubernamentales para reunir a las familias sigue siendo escasa o inexistente. Las autoridades también están intentando determinar qué elementos de la política de inmigración de “tolerancia cero” –que tiene por objetivo procesar por la vía penal al mayor número de migrantes posible que crucen la frontera de manera ilegal– se pueden seguir aplicando sin que se separe a las familias.

“No hay un plan para la reunificación. No tienen ni idea de cómo hacer eso”, asegura Michael Bochenek, consejero jurídico sobre la infancia de Human Rights Watch.

Bochenek formó parte de una delegación de observadores legales en dos centros de detención en McAllen la semana pasada. Fue testigo de cómo una niña de entre dos y cuatro años, separada de su tía, era atendida por niños migrantes más mayores no acompañados. Esos niños tenían que cambiarle los pañales a la más pequeña porque el personas de aduanas no hacía nada.

Muchos de los abogados voluntarios empiezan ahora a aceptar lo que ha estado sucediendo aquí en los últimos meses.

Efrén Olivares ha dirigido un equipo de abogados del Proyecto de Derechos Civiles del Sur de Texas para documentar a cada miembro separado de su familia procesado a través del tribunal federal de McAllen. De los cerca de 150 acusados en los tribunales cada día –todos ellos acusados del delito menor de entrar ilegalmente a EEUU, –alrededor de 30 eran padres separados de sus hijos.

Entre ellos, Olivares documentó la separación de una madre salvadoreña de su hijo preadolescente con daños cerebrales. La de una madre guatemalteca tan angustiada por la separación entre ella y su hija que amenazó con suicidarse varias veces. Y la de otra madre que fue separada de su hija adolescente que había sobrevivido a una violación.

“Muchos de ellos se derrumban y se echan a llorar en medio de la entrevista”, señala. “Un padre me dijo que si es deportado sin su hijo, su hijo se morirá de la tristeza. Yo me aguantaba las lágrimas cuando me dijo eso”.

Temor a medidas más duras

El jueves, hubo pruebas contradictorias de que el decreto de Trump para acabar con las separaciones había surtido efecto. Mientras fiscales federales en McAllen retiraron los cargos contra 17 padres que habían sido separados de sus hijos, otros fiscales no aplicaron el mismo criterio a 95 kilómetros, en Brownsville.

Jenifer Johana Fuentes-Maradiaga, de 18 años, compareció ante el juez Ignacio Torteya III mientras el tribunal escuchaba cómo la habían separado de su hermano de 14 años. Viajaron juntos desde Guatemala, les detuvieron agentes de aduanas dos días antes y desde entonces ella no había visto a su hermano. Fue juzgada y declarada culpable.

Estas sesiones multitudinarias, como en McAllen, siguen una programación estricta. Todas las mañanas a las 10 de la mañana en Brownsville, unos 50 inmigrantes entran en el juzgado, con grilletes en los tobillos y esposados con las manos a la espalda. Fuentes del tribunal señalan a The Guardian que unos cinco al día son padres separados de sus hijos.

A los acusados se les pide en grupo levantar la mano derecha –imposible dado que están esposados– y prometer decir la verdad. Prácticamente todos se declaran culpables.

El martes, solo unas horas antes de que la Administración de Trump se retirase del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, Ramón Villata, un inmigrante de El Salvador suplicó al juez Torteya que le reuniese con su hijo de dos años, Milton.

“Quiero estar con mi familia otra vez”, dijo al juez, mientras la fuerte lluvia en el exterior provocó rápidamente inundaciones en el valle del Río Grande. “Por la forma en que nos separaron, quiero que nos vuelvan a reunir. Eso es todo”.

Aunque el tribunal había dado instrucciones a los abogados del Gobierno para que localizasen al chico, el juez Torteya no pudo ofrecer ninguna garantía. “Con suerte las autoridades le reunirán con su familia lo antes posible”, le dijo a Villata antes de que el acusado, que se declaró culpable y fue condenado a 'la pena cumplida' (al tiempo ya ha pasado entre rejas), fuese sacado de la sala.

Los activistas ahora temen que la alternativa de Trump a la separación familiar sea igual de dura. El Departamento de Justicia ha lanzado una oferta para alterar un acuerdo de un tribunal federal que limita el tiempo que las familias migrantes pueden estar detenidas juntas, en un intento por iniciar una era de detención familiar indefinida.

Este duro modelo de disuasión ha sido implementado por el Gobierno australiano durante una campaña de represión contra los solicitantes de asilo que entran al país en barco. El antiguo psicólogo jefe de inmigración en el país lo ha descrito como tortura institucional.

Pero es poco probable que medidas punitivas de línea dura como esta disuadan a solicitantes de asilo desesperados que huyen de algunas de las comunidades más violentas del mundo en Centroamérica.

En el centro benéfico de las Catholic Charities en McAllen, grupos de familias recientemente liberadas de la detención se reúnen para merendar antes de ser enviadas a otros lugares del país para reunirse con familiares que viven en Estados Unidos.

Juan Carlos, un joven guatemalteco de 29 años que prefiere no dar su apellido, dice que descubrió la política de tolerancia cero antes de huir con su hija de siete años, Karla, a principios de junio. “Fue un riesgo”, reconoce. “Pero la vida es dura de todos modos”.

Tras ser detenido, Juan Carlos había suplicado a los agentes de aduanas quedarse con Karla y la pareja se quedó en un centro de detención sin ventanas durante una semana antes de ser liberados sin que se presentasen cargos penales. “Fue muy difícil, pero tenía fe en Dios”, afirma señalando la Biblia que guarda en una pequeña funda.

Karla, que agarra una muñeca de Minnie Mouse vestida con una falda rosa de lunares, sonríe. “Quería estudiar en una escuela estadounidense”, cuenta Juan Carlos. “Ve los dibujos de Disney y sueña con estar en América”.

Juan Carlos besa a su hija en la mejilla. Su autobús a Nueva York sale en unas pocas horas.

Algunos nombres en el artículo han sido modificados para proteger la identidad de las personas.

Traducido por Cristina Armunia y Javier Biosca

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