¡Pedro Sánchez, hijo de puta!
Se ha vuelto a escuchar. Primero en Alfaro, ahora en Calahorra, y antes, más tímidamente, en las fiestas de San Mateo en Logroño. Ese grito que algunos jóvenes repiten a coro como si fuera la última moda de TikTok: “¡Pedro Sánchez, hijo de puta!”. Un cántico que no nace de la rebeldía, ni de la crítica política, sino de la inconsciencia y de la manipulación.
Porque no nos engañemos, detrás de estos insultos no hay espontaneidad, sino un clima de odio cuidadosamente alimentado. No son rabietas adolescentes, son ecos de los mensajes que la extrema derecha -que representan el PP actual y su socio neofascista VOX-, repite día tras día en tertulias, mítines y redes sociales. Y claro, cuando esos discursos se normalizan, lo que baja por la escalera de la política termina aterrizando en la plaza del pueblo, amplificado por chavales que ni siquiera saben qué están diciendo.
La verdad es que duele ver a una juventud que, en lugar de gritar por un futuro mejor o por una ciudad más justa, prefiere prestarse a este espectáculo de odio prefabricado. Y sí, es estupidez, porque se dejan utilizar. Son marionetas de una estrategia que convierte la política en un lodazal y que pretende que insultar al presidente del Gobierno sea un entretenimiento veraniego más, como hacer botellón o bailar la canción de moda.
Pero aquí hay algo todavía más grave: la inacción de las autoridades. ¿Qué habría ocurrido si en la plaza de Calahorra ese insulto hubiera ido dirigido contra la alcaldesa? ¿De verdad alguien cree que la policía no habría intervenido? ¿Que los responsables del cohete habrían sonreído, como si no pasara nada? Desde los balcones de los ayuntamientos no se puede mirar hacia otro lado. Mucho menos reírse. Porque callar ante esto es legitimar el odio.
Y ojo, no estoy pidiendo censura, estoy reclamando responsabilidad. Si estos cánticos se toleran como parte del “ambiente festivo”, ¿qué será lo próximo? En otros contextos, la Fiscalía ya ha investigado insultos colectivos como posibles delitos de odio. ¿Por qué aquí no? ¿Acaso la dignidad democrática es menos importante en un pueblo?
Dentro de tres semanas el cohete volverá a volar en la plaza del Ayuntamiento de Logroño. Y estoy convencido de que quienes han azuzado estos coros en Calahorra volverán a intentarlo, quizá con más fuerza. La pregunta es: ¿estará el alcalde preparado para frenarlo? Porque lo fácil será mirar a otro lado, dejar que pase y decir que “son cosas de jóvenes”. Pero lo valiente, lo que necesita la ciudad, es cortarlo de raíz.
Hace años se logró instaurar el llamado “cohete limpio”, prohibiendo los lanzamientos de líquidos y objetos que convertían la plaza en un lodazal. Si entonces hubo coraje para acabar con esa costumbre, también lo puede haber ahora. Porque estos gritos ensucian tanto o más que aquellos cubos de basura volando por los aires. Y porque la democracia, si no se defiende con firmeza, se degrada entre sonrisas cómplices y silencios cobardes.
Y aquí conviene detenerse un momento, porque lo que está en juego no es solo la educación de unos cuantos chavales, sino la salud democrática de nuestra sociedad. La polarización política que algunos han sembrado deliberadamente —esa idea de que el adversario no es un rival legítimo, sino un enemigo al que se puede insultar, deshumanizar o ridiculizar— se ha colado en la vida cotidiana. Y cuando lo que debería ser un espacio de convivencia, como la plaza mayor en fiestas, se convierte en un altavoz de odio, significa que algo profundo se está rompiendo.
Además, los medios de comunicación tienen aquí una enorme responsabilidad. Dar altavoz sin filtro a estos episodios, convertirlos en “noticia curiosa” o en “hit del verano”, no hace ningún bien a la democracia. Al contrario: multiplica el mensaje que la ultraderecha quiere difundir y lo convierte en espectáculo. Un insulto masivo en la plaza puede ser noticia, claro, pero la forma de contarlo importa. No se trata de ocultar la realidad, pero sí de evitar ser correa de transmisión de quienes pretenden degradar el debate público a golpe de insulto. Porque informar no es lo mismo que amplificar.
No podemos ser cómplices pasivos. Ni los ayuntamientos, ni las fuerzas de seguridad, ni los medios, ni tampoco la ciudadanía. Defender la democracia significa también plantar cara a estos comportamientos, aunque parezcan menores, aunque se disfracen de fiesta. Porque cuando se banaliza el odio, cuando se tolera en nombre de la “gracia popular”, se abre la puerta a que vaya un paso más allá.
Nuestros jóvenes no son tan cafres como para inventarse solos esta barbaridad. Lo hacen porque alguien les incita, porque alguien les jalea. Y si hay voluntad política, si hay responsabilidad institucional, y si los medios cumplen su papel sin servir de altavoz a la ultraderecha, esto se puede acabar. Lo que falta no es capacidad. Lo que falta es coraje.
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