Malasaña ‘old skull’: Las verduleras y el verdugo de Madrid
¡Abajo el impuesto!
¡Abajo el alcaide!
¡Pan para los pobres!
¡Que mueran los verdugos del pueblo!
Las patatas viejas volaban por los aires y más de un tomate reventó en la cara de los inspectores que se atrevieron a intentar cobrar la nueva tasa en el mercado de San Ildefonso. Las calles de Maravillas no se habían visto tan tambaleadas desde que las verduleras se pusieron en huelga unos años antes por el cierre de sus puestos, cuando la epidemia de cólera, en 1885 ¡Si hasta las habían fumigado de azufre! Como en aquella ocasión, germinaron crespones negros en las puertas y las mujeronas pasearon las calles con banderas hechas de paño negro y rojo. Palma arriba, Palma abajo, por San Vicente, Espíritu Santo o Fuencarral, un vendaval de vendedoras sacaba la voz de debajo de los corpiños para entonar la Marsellesa o increpar a algún guapo que había abierto la tienda. Al caer la tarde, como siempre, habrá habido carreras, magulladuras, detenidas y la visita del gobernador civil que, con suerte, no habrá tenido que refugiarse en el retén de guardias.
– ¡Es el verdugo! Sesenta mujeres se dirigen hacia él. Las piedras llegaron antes.
El Tobías, el de la taberna de San Vicente Ferrer, había plantado su figura panzona en la puerta del establecimiento. No pensaba cerrar. Junto a él, un grupo de parroquianos, con mirada desafiante y brazos en jarra. Y mira tú que una de ellas había reconocido entre ellos a Francisco Ruiz Castellanos Frasquito, el verdugo de la Audiencia.
Francisco siempre estaba en una taberna y su figura huesuda era parte del paiseje de las broncas de esta ciudad. Sentado en el taburete del tugurio, a Frasquito le gustaba regodearse en los detalles de sus ejecuciones más célebres. A veces, adornar cómo pasó a garrote a los obreros anarquistas que atentaron contra Alfonso XII le valía la invitación a otro chato de morapio, y el verdugo no ahorraba en detalles escabrosos. Su batallita estrella era el viaje al sur, reclamado para ejecutar a los supuestos miembros de La Mano Negra, aunque en las tabernas y merenderos de Madrid despertaban aún más curiosidad los pormernores del crimen de la Guindalera. En 1886, una pareja de amantes contrató a un tipo para cargarse al marido de ella, ¡cómo gustan en Madrid los crímenes de! Sobre todo si de por medio hay cuernos. A la ejecución en la cárcel Modelo asistieron 10.000 personas, y aquellas noches exudadas de vinacho eran perfectas para rememorarlo desde dentro.
– ¡Cómo gritaban antes de que les dieras el beso, Frasquito!
El verdugo había hecho del beso a los reos su sello. Si uno es hijo del verdugo que ejecutó al cura Merino hay que construirse un personaje digno de su memoria. El momento en el que alguien sacaba a relucir el asunto solía dar paso al número final. Entonces, Ruiz Castellanos ahuecaba su pecho de escuerzo, esbozaba media sonrisa desdentada y sacaba los hierros para hacer una demostración.
Las noches cerradas de taberna y calle solían acabar con gritos destemplados. En no pocas ocasiones el verdugo había salido en prensa a propósito de una reyerta, acabado en la casa de socorro o pasado una temporada en el hospital. En la Modelo también le conocían bien.
Por supuesto, el día que las vendedoras de legumbres eran las dueñas de la calle, Francisco estaba en el lado equivocado. El verdugo trabajaba también a sueldo de los caseros, como cobrador, y en más de una casa de vecindad del barrio su rostro era el recuerdo de algún desahucio pasado. Alguien a quien tú también patearías las costillas.
Cuando Francisco pudo escapar a la carrera de entre la turbamulta, frente a la casa de El Tobías, estaba magullado y una mojá escupía sangre en su muslo derecho. Desorientado, con el chaleco hecho jirones, los bigotes deshilachados y los huevos doloridos, se dejó caer tras la puerta de nadie sabe qué tiendecita, extrañamente abierta. Había conseguido dar esquinazo a la masa justiciera.
*
Despertó e intentó instintivamente desentumecer los brazos pero…Francisco Ruiz Castellanos estaba atado de manos y pies a una silla, con el cuerpo en crísálida, oprimido por un grueso cabo que olía a trastienda de mercado.
Lo que sus ojos alcanzaban a reconocer parecía una de esas cuevas húmedas de las tienduchas de los barrios bajos. De techo cercano y ladrillo mohoso, sin solar. A su lado, un hombre grande y calvo permanecía atado y amordazado con un trapo sucio, como él. Enfrente, dos mujeres de ojos burlones.
– Vaya, vaya, el cobrador de tributos y el matón del inquilinato aquí, en nuestro sótano – dijo la más joven, desgreñada e insolente – .
– Vais a sufrir en carnes las humillaciones que, con gusto, le daríamos a vuestros señores si pudiéramos – espetó la más mayor y gruesa, con voz calma.
– Trae al Tarado, añadió.
– El Tarado está durmiendo.
– Pues entonces tendrás que despertarle, ¿no crees?
La muchacha joven desapareció del campo visual de los reos y, al momento, regresó con un tipo enorme, chepudo, atado por el pie a una cadena gruesa. Por ropa llevaba un gran saco de arpillera, por debajo del cual asomaban unas calzas medio roídas. Francisco había dado garrote a alguno parecido.
– ¿Por cuál empezamos? – las dos mujeres se miraban y reían contenidamente, con la chulería de una cigarrera y la seguridad de quien dicta ley en la fuente de su calle–.
– Empezaremos por el más perfecto – Francisco se estremeció en su cautiverio –
– Sí – dijo la joven de pelo sucio – , el primero será nuestro fornido cobrador de impuestos sin pelo.
– Vigila al verdugo mientras, Tarado.
Las dos mujeres, con fuerza insospechada, trasladaron al grandullón a algún lugar a espaldas del verdugo. El jorobado plantó su cara – ojos de carpa del Manzanares y comisuras fofas – muy cerca de la de Francisco.
Durante largo rato, los sentidos de Frasquito se vieron inundados por el aliento de su cancerbero, risotadas y golpes, provenientes de algún lugar cercano, en la cueva. Con gran disimulo, sin mover ni un músculo de la cara ni dejar de mirar al frente, fue aflojando con las muñeca el nudo que sujetaba sus manos. Luego, consiguió escurrir las extremidades silenciosamente, liberándolas de la funda de serpiente, del cabo fétido.
– Libre… – pensó, con sollozos lejanos a la espalda, con la ciclópea bola de carne inexpresiva frente al rostro –.
Un movimiento rápido, un golpe inesperado asestado con ambas manos, un cabezazo a su vigilante, liberarse de las cuerdas, caer, levantarse...Tres tarascadas con un candil, que estaba a mano, en la cabeza y el gigantón se desmoronó como arena seca.
Francisco, sin un segundo para respirar tras liberarse de la mordaza, echó mano a la herida del muslo, que ya no sangraba, y se dirigió hacia una escala que, suponía, debía llevarle a la tienda en la que cayó desmayado.
– JAJAJA,
– NOOO
– ¡Plaaaaf!
Francisco giró la cabeza y vio una puerta. Se acercó sigilosamente y, al asomarse, pudo ver a su compañero sin nombre, aún inmovilizado, sobre una mesa y con los pantalones por los tobillos. La más joven de las mujeres se empleaba a fondo con una fusta en su trasero. Desde el quicio de la puerta, no alcanzaba a ver a la otra ¿verdulera?, pero sus risotadas crueles resonaban por todo el sótano.
Francisco Ruiz Castellanos Frasquito, a sueldo de la Audiencia de Madrid, miró a su alrededor y vio un grueso garrote apoyado en una esquina. Lo empuñó con fuerza, paró su tiempo, sonrió a la que miraba una vez más hacia la habitación. Y siguió, sigiloso, su camino hacia la salida.
La tienducha estaba vacía y, en dos zancadas de tullido, Francisco salía por la puerta. Afuera, las Maravillas rugían. Un guardia arrancaba de las manos una bandera negra a una mujer y se incendiaba la trifulca. La Corredera vibraba entre pedreas y carreras. Los adoquines parecían sudar y a nadie parecía extrañarle el aspecto de condenado a galeras azotado de Francisco, que emprendió el camino a casa.
Es esta una historia que, ni en las peores noches de morapio y merendero, contó jamás el verdugo Franciso Ruiz Castellanos. No le dio tiempo. Pocos meses después, el verdugo volvería a cruzar la puerta equivocada. En noviembre de 1893 Ruiz Castellanos fue a cobrar el inquilinato al zapatero Joaquín Bartolesi, en los Cuatro Caminos. Cuando el verdugo sacó la faca, el inquilino agarró una pistola y descerrajó un disparo al verdugo que, una vez más, había enconado más las iras por su profesión de cobrador que por la de verdugo. Nos gusta imaginar que, subrayándolo, atronaban las risas brabuconas de una mujer corpulenta.
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