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Ser y estar

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Carmen Díaz Beyá

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Todos andábamos muy distraídos dejándonos embaucar por cualquier cosa que distrajera nuestra atención del momento presente. No es que fuéramos ingenuos, ni ignorantes. Era algo peor.

Como un parásito que sutilmente va transformando tu ADN sin que te des cuenta, habíamos llegado a un punto donde no sabíamos cuál era la diferencia entre ser y estar.

Nuestro cerebro, una máquina prodigiosamente diseñada desde el principio de los tiempos para detectar peligros, desarrollar el instinto o la intuición, estaba siendo sometido a infinidad de distracciones que, poco a poco, iban apagando nuestras capacidades más básicas. Habíamos llegado a un punto en el que, en un solo día, recibíamos más información que una persona media a lo largo de toda su vida en el siglo pasado. La hiperestimulación y la distracción permanente, habían reducido, en apenas unos años, nuestra capacidad de concentración en un 50%.

En un intento de lidiar con esa sobrecarga mental y virtual, el “mindfulness” se puso de moda en occidente. Lo que toda la vida se había llamado meditación en las culturas orientales, atravesó nuestras fronteras. Pero olvidó traer la enseñanza fundamental. La meditación supone un gran esfuerzo por parte del que la practica. El despertar no es gratuito. Y si al terminar las sesiones, lo primero que hacíamos era volver a encender los teléfonos móviles y a perder de nuevo la atención sobre nosotros mismos, de poco servía la práctica del “mindfulness” o como quiera llamarse.

Se dio entonces la gran paradoja del siglo XXI. Vivíamos en un mundo repleto de avances médicos, salud, prevención, información, o comodidad mientras que, por otra parte, alcanzamos los niveles más altos de depresión y de ansiedad nunca antes registrados en la historia de la humanidad.

Las distracciones siguieron aumentando. Llegó el 5G y con ello, más velocidad en la conexión a Internet y también, multitud de nuevas aplicaciones a nuestros dispositivos electrónicos.

Nuestro cerebro no estaba preparado para el sobresfuerzo al que lo sometíamos, a la vez que apagábamos su verdadero potencial. Lo sabíamos. Pero no hicimos nada.

En nuestro empeño por adaptarnos al veloz ritmo virtual, redujimos el vocabulario hasta emplear la mínima cantidad de palabras posibles para comunicarnos. Creamos entonces un lenguaje universal, sin ningún tipo de raíz etimológica y accesible a cualquiera. Daba igual donde hubieras nacido. Todos éramos capaces de entendernos con nuestro nuevo y escasísimo léxico, formado principalmente por anglicismos y emoticonos.

Junto a las palabras que se iban olvidando, se perdieron también las emociones que éstas representaban. Desaparecieron las ideas propias, la creatividad y cualquier otro indicativo de que existía un ser único y diferente dentro de cada uno de nosotros.

El siguiente paso llegó sin darnos cuenta. Su primer antecedente hay que buscarlo en 2016 cuando Zoltan Istvan se presentó como candidato a las elecciones de EEUU con su partido transhumanista.

Entre sus medidas, promulgaba un plazo de unos 15 años para transformar la actual sociedad en otra transhumana. Por entonces, aquel hecho pasó prácticamente inadvertido. Pero en un mundo cada vez más abducido por la tecnología y ya sin raíces en un lenguaje propiamente humano, los pronósticos de Istvan no erraron demasiado.

Cuando la Gran Red nos ofreció almacenar nuestros recuerdos y emociones en la Nube, todos estuvimos de acuerdo. Nos liberarían de información que ya no era útil para nuestra forma de estar en el mundo. Luego vinieron los implantes de nanochips subcutáneos y con ellos, el aumento masivo de nuestras capacidades físicas.

Y así, a la velocidad del 5G, nos convertimos en transhumanos. Totalmente tecno-dependientes de la Gran Red.

Hace ya 40 días que todo está a oscuras. Nos autoinducimos el modo “ahorro de batería” pero ya se ha agotado.

Desde que la Gran Red colapsó, nos sentimos tan desorientados sin las instrucciones de nuestro navegador interno, que no sabemos qué hacer, ni qué decir. No sabemos quiénes somos.

Pasamos la mayor parte del tiempo en soledad o con nuestras familias. Poco a poco, vamos retomando el contacto con los amigos más cercanos, aquellos que ya estaban con nosotros antes de la fusión con la Gran Red aunque, lo cierto, es que nos cuesta reconocernos.

Después de tantos días desorientados, unos cuantos hemos decidido ir a las antiguas bibliotecas, aún repletas de libros de papel. Tenemos que hacer algo para intentar darnos un nuevo sentido así es que empezaremos por leer. Al cabo de largas horas frente a páginas escritas, comenzamos a reconocer palabras olvidadas y a unirlas a las emociones que representaban no hace tanto.

Entre los libros aparece uno de “mindfulness”. Alguien nos invita a escucharlo y comienza a leer en voz alta. Seguimos sus indicaciones. Nos sentamos entonces con la espalda erguida y cerramos los ojos. Ahora tenemos que focalizar nuestra atención en la respiración, en cómo inhalamos y en cómo exhalamos. A mí me parece que esto lo había practicado antes. Sí, empiezo a recordar. Esta práctica me ayudaba a estar presente antes de dejarme llevar y convertirme en transhumana, como todos los demás.

En aquel ir y venir de respiraciones y concentración, de repente, las luces de la biblioteca se encienden solas y los ordenadores comienzan a reiniciarse. La Gran Red ha vuelto.

Si queremos, es cuestión de segundos que los nanochips se reconecten y recuperar nuestra batería y programas internos, con todas sus posibilidades. Solo tenemos que introducir mentalmente un código personal. Todos nos observamos.

Yo no tengo ninguna duda. Volveré a conectarme. Me quedaré sentada en posición erguida y volveré a cerrar los ojos. Me pregunto hasta dónde podría llegar mi cerebro si en esta ocasión, no me dejo llevar. Sí. Me quedaré aquí practicando algo en apariencia tan simple, como el silencio. Quizás así, algún día, vuelva realmente a ser y a estar.

 

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