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El pelotón de los sensibles

Imagen de supermercado borroso de freepik

Carmen Díaz Beyá

Murcia —

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El piar de unos pájaros electrónicos me despierta. Apago el móvil y me digo a mí mismo buenos días.

Pongo en marcha la cafetera y sintonizo con el programa de radio online que escucho desde hace años. Dentro de mi escasa capacidad de elección, al menos yo decido quién me cuenta el mundo al amanecer.

Me ducho y me visto para ir al trabajo. Hoy hace frio. Cogeré el autobús.

Tengo coche, pero desde hace semanas, debato conmigo mismo si soy realmente coherente con mis pensamientos. No entiendo cómo alguna vez pude asociar la libertad a tener un coche. O lo que es lo mismo, asociar la libertad al petróleo.

Qué gran paradoja.

Subo al autobús e intento sentarme en un lugar tranquilo. A ser posible, al lado de la ventana.

A mitad de camino, me gusta ojear a mi alrededor y contar el número de pasajeros que no van mirando el móvil. Dos.

Otra vez hay atasco y comienza el concierto de cada mañana.

Las bocinas de los coches suenan al unísono como si de esa manera, los concertistas conductores, fueran a conseguir que el tráfico se pusiera en marcha justo en la dirección que cada cual necesita.

Ojalá resonásemos con esa misma fuerza cada mañana, por otras causas más necesarias.

He llegado.

Bajo del autobús y alejado del tubo de escape, tomo una última bocanada de aire antes de abrir la puerta y pasar por el pasillo que me llevará a mi otra vida. Una vida que comienza fichando puntualmente en una máquina que me da las gracias por poner mi huella dactilar.

Esta otra vida, la desarrollo durante ocho horas y media, cinco días por semana, en turnos rotativos y vestido de uniforme.

Me gusta llevar uniforme. Este que ahora va con pantalón gris y camisa a cuadros, soy yo. Pero sólo a medias. Así es que este uniforme, me ayuda a no olvidarlo.

Por último, me coloco la sonrisa. La cara al público es lo que tiene.

Pongo en marcha la caja registradora y con ella, empieza a rodar la cinta por la que pasaran miles de artículos a lo largo del día.

Y aquí está. Mi primera clienta vaciando su carro de la compra. No falla, siempre son mujeres las que primero llegan.

Al cabo de la primera hora y media de pie al otro lado de la caja registradora, quiero sentarme o al menos, apoyarme, para descargar un poco mis rodillas. Pero ya no puedo hacerlo.

Gerencia decidió hace unos meses, que daba mejor imagen al supermercado que nos mantuviéramos en pie todo el tiempo. Así es que nos quitaron los taburetes. Y ya no nos podemos sentar. Ni reposar.

Quiero recoger firmas para que vuelvan a ponérnoslos.

Yo por suerte, me encuentro bien. Pero hay compañeras que llevan muy mal pasar las ocho horas de pie en un espacio de apenas medio metro.

Y con la sonrisa puesta. De cara al público.

Me pregunto si la gente que viene a comprar no repara en este detalle. Yo preferiría comprar en un supermercado donde los empleados de caja pudieran sentarse de vez en cuando. Es una simple cuestión de empatía y humanidad. Pero aquí todo está diseñado para que la empatía y la humanidad, sean lo último que nos planteemos. Dentro y fuera de este supermercado.

Por eso quiero recoger firmas. Porque todo tiene un límite. Y porque quiero que, dentro de todo este teatro, al menos, nos encontremos lo mejor posible. Y podamos descansar a ratos. Cuando lo necesitemos.

Media hora de descanso programado.

Voy al baño. Salgo a la calle. Respiro y miro a mi alrededor. Me tomo un café.

Vuelvo a mi puesto y pongo mi código de empleado. La cinta vuelve a ponerse en marcha y así seguirá durante las cuatro horas restantes.

Hasta hace poco, esta segunda parte, era la más tediosa de la jornada.

Pero desde que Gerencia decretó quitarnos los taburetes, me vino una idea de mí mismo formando parte de un ejército de autómatas de pie, que me produjo un rechazo absoluto. Así es que tuve que inventarme algo.

De acuerdo, aquí estamos alineados. Pero en este escaso medio metro de espacio que tengo detrás de caja, yo decidiré a qué ejército pertenecer.

Y eso es lo que hago desde entonces.

Recluto a mis soldados para el pelotón de los sensibles.

Este pelotón imaginario, lo formo entre los clientes que pasan por caja. Ya he dicho la razón por lo que lo hago. Por los taburetes. Pero hay dos motivos más. Uno, para pasar el rato y dos, porque necesito creer que existe.

El alistamiento en mi pelotón, funciona de la siguiente manera.

Cuando alguien me mira a los ojos para darme los buenos días o las buenas tardes, es cuando comienzan mis pesquisas para saber si es uno de los míos. Lo siguiente, es observar cómo va dejando la compra sobre la cinta transportadora. Si lo hace de manera brusca o si, por el contrario, lo hace reposadamente, tomándose su tiempo. Estando presente.

También me fijo en si lleva consigo su propia bolsa o, en caso de no haberla traído, si realmente le fastidia tener que pedirme una y consumir más plástico.

Si todo va en la línea que considero que es la propia de un ser sensible que está despierto, entonces hago algún tipo de comentario absurdo con el objetivo de volver a encontrarme con sus ojos. Si el que hasta ahora era un cliente me devuelve la mirada, entonces sé que sí. Que ese ser humano ha sido capaz de verme más allá de mi rol como empleado.

Y si ha podido verme a mí por encima de este uniforme, es porque esa hermosa criatura es capaz de ver mucho más allá de la supuesta apariencia de las cosas.

Si además se despide deseándome un buen día, ahí lo tengo.

Es del pelotón de los sensibles.

Reclutado.

Cuando esto sucede, saco mi pequeña libreta del bolsillo del pantalón y apunto en ella que hay un soldado más. No indico ni su sexo ni cualquier otra estupidez que intente clasificarlo. Sólo marco un nuevo palito.

Ellos aún no lo saben. Pero forman parte del único ejército del mundo capaz de cambiarlo, sin pegar un solo tiro. Porque están despiertos. Así de simple.

Cada día parece que apunto a más soldados sin uniforme.

Hoy haré el recuento. Si verifico que, en cada jornada, aumenta el número de seres humanos que dejan de ser meros clientes para formar parte de mi pelotón, entonces, podré confirmar mis intuiciones.

Que yo no soy un bicho raro.

Que los raros, son los que nos han quitado los taburetes en el supermercado.

Esos que no son capaces de ponerse en el lugar del otro. Esos que sólo entienden el lenguaje de la economía y de la imagen. Esos que andan dormidos. Esos que, aunque sean de mi misma especie, poco tienen que ver conmigo y con mi pelotón de los sensibles.

Termina mi turno. Paro la caja registradora y me dirijo a quitarme el uniforme. Vuelvo a poner mi huella dactilar y me despido de mis compañeros.

Sigue haciendo frio. Cojo el autobús de vuelta a casa.

A mitad de camino observo cuantas personas no van mirando el móvil. Cinco. Tres más que en mi viaje de ida.

Saco mi libreta y también lo apunto.

Sí. Creo que mañana comenzaré a recoger firmas para que nos devuelvan los taburetes.

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