Dice Picasso que hay pintores que transforman el sol en un punto amarillo y que otros, gracias a su arte y a su inteligencia, convierten ese punto amarillo en el sol. En Sembrador a la puesta de sol, Van Gogh pinta un gran sol amarillo en la parte superior del lienzo, y a su alrededor brotan y fluyen y se dispersan los demás colores como irradiados por su omnipresencia: el dorado de los trigales, los azules y los malvas de las sombras de un bosque como surgido únicamente para ser alumbrado por el atardecer, y la figura azul y ocre del campesino que camina sin mirar hacia la tierra de amplitudes hospitalarias de lejanía y ternura e indaga en los colores declinantes de la tarde y del otoño en un trance inmediato de felicidad. Alrededor del sol, en una onda expansiva de trazos que levanta y ondula el paisaje como un viento oceánico el agua, el color se dilata, se extiende e inunda en líneas cortas e invisibles el campo y se posa en la umbría de la tapia blanca de una casa. El sembrador se marcha con ademán tranquilo y un silbido de serenidad en el que se adivina un silencio absoluto, el silencio de la infinita llanura francesa, el sosiego de la habitación de la casa que va quedando a oscuras a medida que el sol se esconde por detrás del horizonte.
De todos estos colores no volvería uno a acordarse si no fuera porque forman parte de la pintura desde sus inicios, o al menos desde que la pintura intenta plasmar el origen de la vida. “El bien es una luz situada a una altura tan grande que parece natural no poder alcanzarlo. Si la luz es el símbolo del bien, de lo bello, de lo verdadero, la fuente luminosa por excelencia, el sol, solo podrá ser Dios”, escribe Van Gogh en un delirio de soledad beoda y alcohólica y de maestría empapada en un apego a la naturaleza constantemente rememorado en su memoria o en sus sueños. En el centro de la bóveda de la Capilla Sixtina Miguel Ángel, tendido boca arriba en lo más alto de un andamio, pinta el origen bíblico del mundo, y en la perfección de los cuerpos desnudos, en la mano del primer hombre recién creado que se extiende hasta rozar el dedo índice de Dios y en el cielo del resto de los frescos de la cúpula se vislumbra una luminosidad excesiva que es también la creación divina del sol.
En los paisajes impresionistas de Monet el cielo suele ser de un azul grisáceo de despedida y pesadumbre, el color melancólico que observa alguien mientras camina pausadamente por llanuras verdes de las que se levanta contundente en el horizonte el gris de una sierra y siente en su interior de caminante solitario la desolación de toda la anchura deshabitada del mundo. Entre la grisura cruzada por tonos verdes del agua y de la niebla en Impresión del sol naciente hay leves manchas de color que son siluetas de pescadores que navegan cerca de un muelle que unos minutos antes estaba invadido por la oscuridad de la noche, y del que ahora se levanta entre la humedad y el cielo plomizo un sol anaranjado y menor, como si su indudable presencia en el orden natural del universo fuera arrebatada para únicamente pertenecer a ese paisaje. Los reflejos de la luz del amanecer en el agua llegan en cortas pinceladas hasta los ojos de quien lo observa, y aunque el círculo naranja y delicado no siga ascendiendo y se encuentre detenido en la quietud estática del alba, sí lo hace en la imaginación, inadvertido y espontáneo, con una candidez y una inocencia que otorga a los mástiles de los veleros y a las chimeneas tenuemente disimuladas como sombras al fondo una presencia tan sólida en el espacio y en el tiempo como el propio amanecer.
En Van Gogh y en Monet el sol rompe el espacio geométrico del paisaje y se suma sin previo aviso a la sobriedad cromática del cielo y lo colorea y da sentido al paso inevitable de las horas en el reloj. Sin embargo, Joan Miró, seguramente con sus dedos manchados por los residuos iluminados de los colores que usa, azules, amarillos, rojos, blancos, negros, incrusta con rudeza sobre un fondo azul una esfera alargada y roja, un sol mágico, casi abstracto, y esa representación de figuras antagónicas como de plastilina es casi una escritura: junto al globo abrumador, disimula dos trazos de pintura negra, uno de ellos un punto conciso, el otro una línea delgada, una sugerencia no de brochazo, sino de pincelada lisa y delicada, una libélula que vuela tranquila al calor incesante del sol, superpuesto bruscamente al azul inviolado, abarcando la mirada y asombrándola, como a un niño que mira el sol por vez primera y sus pupilas heridas reconocen la luz y el color que baña el planeta que apenas está empezando a descubrir.
Hay lugares marítimos donde la luz de los crepúsculos se extiende como una epidemia e invade todo el cielo. En Puesta de sol sobre un lago, de Joseph William Turner, el sol apenas se intuye entre la densidad turbia y confusa del lienzo y al mismo tiempo posee un aire de invitación y de tensa expectativa. Los colores surgen y se desvanecen a su alrededor trayendo consigo la emoción intensa de una tarde que se clavó en las retinas del pintor tan inapelablemente como recuerda nuestra memoria los atardeceres perfectos de verano en el Mediterráneo o los amaneceres a orillas del Mar Menor, que tienen un naranja tan inflexible y una pureza tan obsesiva que el color del cielo se refleja en la superficie del agua y en la madera blanca de los barcos y en la cal de las paredes de las casas. Todos los colores y los dones del sol en la estrechura horaria de su recorrido y todas las pinturas que lo han representado se le vienen a uno a la cabeza cuando ve una fotografía no en las páginas del periódico ni en un libro, sino en un tuit de un aficionado a la astrofísica que ha congelado un fotograma de un vídeo publicado por la NASA. La fotografía está procesada para revelar la compleja naturaleza del campo magnético del sol, del que brotan como chispas eléctricas o como ligeros trazos de pinceladas curvas amarillas que saltan y se vuelven a internar en la bola de fuego anaranjada. Lo que no imaginaba ese aficionado a la astrofísica cuando subió la imagen a su cuenta es que no solo iba a tratar de explicar visualmente el campo magnético del sol: también el misterio de la pintura y el instante de belleza invariable y petrificada de los paisajes de los cuadros, el amarillo intenso del que habla Picasso, las ondas de luz como de agua mínimamente perturbada por una piedra del cielo de Van Gogh, la abstracción de figuras casi manuscritas de Miró o la promesa súbita de felicidad contenida en la ascensión interrumpida del frágil círculo naranja de Monet.
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