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“Lo del Mar Menor no es solucionable en vía judicial” (¿entonces?)

Miles de personas concentradas para exigir medidas urgentes a los gobiernos central y regional que reviertan la degradación del Mar Menor en  una imagen de archivo. EFE/Marcial Guillén

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El fiscal José Luis Díaz Manzanera, autor del escrito de denuncia/investigación contra los causantes de la degradación ambiental del Mar Menor, nos advierte que no hay solución judicial para esa situación (catastrófica), y se queda tan pancho, invitando a que esperemos una resolución del caso que se anuncia incompleta, vergonzante con toda probabilidad y frustrante en cualquier caso. Lo mismo me dijo un día el juez instructor del caso, Ángel Garrote, que lo trabaja desde diciembre de 2017, cuando de la fiscalía pasó a su Juzgado (y le tocó).

Pues qué mal, que se desmarquen los vigilantes de la ley después de establecer la –larga y minuciosa– lista de leyes y normas que se violan en este caso, que dan cuerpo al grueso –pese a incompleto– volumen de imputación, antes citado. Es como decir: “Estos son los crímenes en cuestión, que yo señalo y los jueces tienen que condenar, pero no esperéis que ni yo ni ellos cumplamos con nuestra obligación”.

Se acerca, pues, la ocasión de que el poder judicial confirme, con los hechos, que constituye uno más de los subsistemas del insoportable sistema depredador murciano, dando aire y continuidad a esta situación, que recordamos: una región podrida socioeconómica y ambientalmente, que prolonga su insostenibilidad con una extensa y bien coordinada complicidad institucional.

Siendo complaciente, por la mínima, con esos intentos judiciales de eludir el “marrón”, he de reconocer que sí, que el problema de fondo (y a la vista) del Mar Menor es de incumplimiento y venalidad por el poder político de sus obligaciones esenciales hacia la conservación de nuestros recursos naturales, suficientemente detallados en el marco normativo existente. Pero eso es tan cierto como que ese poder político se encuentra sometido al económico-agrario, al que le importa un pito el medio ambiente en general y el Mar Menor en particular. En esta región, secuestrada por ambas instancias (política y económica, en sintonía y comandita) el medio ambiente en toda su expresión ha sido aprehendido y fagocitado por la codicia agraria, que para mantenerse necesita envenenarlo con su intensa impronta tecnológica (sola opción que le da viabilidad, dicen). O sea, que, sí: que tanto el poder político elegido como el económico que lo controla y domina, son igualmente responsables, dada la íntima coalición que viven, más allá de sus desacuerdos, pullas, denuncias y otros elementos de ese gran teatro de nuestro agro, donde representan su refinada farsa al alimón, para destruirlo todo con impunidad deportiva y manifiesta.

Así que es verdad que es el poder político del Estado (Gobierno central) el que, rompiendo esa perniciosa comunidad de prácticas continuadas y acrecidas contra el medio ambiente y los recursos, ya debiera haber tomado, hace años, la iniciativa de salvaguardar la integridad física del Mar Menor a la vista del drama creciente que viene viviendo desde hace decenios, mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución, para sustituirse en el poder autonómico y confinar en la ignominia a los ocupas de San Esteban. La referencia para actuar está bien clara: el artículo 45 de la Carta Magna, apartado 2, que alude a la obligación de los poderes públicos de “defender y restaurar el medio ambiente”.

Pero también es verdad que nada de esto puede hacer el poder político central debido a su alineamiento de fondo y forma con una economía agraria tóxica y ferozmente antiecológica, así como con sus practicantes siendo, además, culpable directo de mantener activa y escandalosa a la Confederación Hidrográfica del Segura, con sus ilegalidades y prevaricaciones, así como a la Demarcación de Costas, ausente en el Mar Menor (y gran parte de nuestro litoral).

Por lo que al poder judicial se refiere, que es a lo que íbamos, a las declaraciones desasosegantes del fiscal jefe hay que responder recordándole la teoría de los tres poderes, estructura político-social e incluso ética de las democracias de cuño occidental: lo de Montesquieu, sí. Según esto, los poderes ejecutivo, legislativo y judicial se constituyen para equilibrar la vida social en su conjunto, correspondiéndole a cada uno la misión de asistir o corregir a cualquiera de los otros dos en caso de necesidad o situación crítica. O sea, que al poder judicial le corresponde –caso murciano– actuar para impedir los efectos desastrosos de la ineptitud, el incumplimiento y la depredación del poder ejecutivo, tanto estatal como autonómico, y no debieran caber excusas de listillos, vagos o cobardes.

Por supuesto que Montesquieu sabía que había un cuarto poder, el económico, que influía e incluso absorbía a los otros tres pero, fuera por pudor de aristócrata pudiente, por reflexión de intelectual subido o por darlo por descontado, el caso es que vino a dejar de lado realidad tan decisiva, contribuyendo desde entonces a falsear la democracia europeo-parlamentaria que, pese a esta falla, se impuso al mundo.

No es de esperar que nuestros fiscales y jueces –que a malas penas sortean sus limitaciones en asuntos de poca monta, eludiendo siempre que pueden los asuntos de fondo ambientales, con el cabreo a que nos tienen acostumbrados– lleguen a establecer claramente y con justeza, en su obligación de aplicar la Justicia, el coste económico real debido a esa degradación ambiental sostenida, por más que las previsiones sean –visto el escaso arrojo de estos justicieros arrugados– que los tiestos rotos los paguen todos los ciudadanos españoles, incluidos los que vienen defendiendo la ecología marmenorense (que tiene bemoles la cosa). Deducimos, pues, que los jueces se aprestan a liberar en gran medida a los culpables de su responsabilidad penal y también a disimular su responsabilidad económica a través, básicamente, del Ministerio de Transición Ecológica y su presupuesto, como demuestra la ministra Rivera soltando la pasta para amparar a quienes contaminan (y la intimidan) y a la vergonzante CHS, que calla y otorga.

Esta sería la peor de las consecuencias, de muy baja estofa ético-jurídica, en el caso de que salgan de rositas nuestros entrañables depredadores. Que se exculpe de los inmensos daños producidos a esos agricultores que dopan su tarea y sus ganancias con la exención de costes ambientales y el favor político; y que tienen el morro de pedir a la ministra más medidas y más dinero contra la contaminación por ellos generada, no contra los procesos agrarios físico-químico-biológicos de los que se lucran envenenando la tierra y las aguas. ¡Qué poca vergüenza!

Antes de incurrir en la chapuza y la ignominia (que se ven venir), debieran dimitir fiscales y jueces del caso, reconociendo que el problema los supera en medios, entendimiento y (sobre todo) voluntad; que el problema del Mar Menor es excepcional (aunque nítido) y que poco tiene que ver con un procedimiento criminal ordinario, ya que desafía incluso la propia esencia del Estado democrático. Declaren, así, que no están dispuestos a falsificar su trabajo ocultando el (terrible) problema de fondo, que es el de una agricultura intensiva y perversa, motor de un grandísimo negocio que promueven un sector económico pujante y un poder político lacayo.

No creo, sin embargo, que vaya a suceder nada de eso. Habrá que impedir, pues, una vez más desde la sociedad civil, alerta e insobornable, lo que según estos indicios se configura, entre estos incumplidores de la ley, ni más ni menos que como un bien tramado, a la vez que imperdonable, intento de fuga.

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