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Diario de Ritsona 3: “No somos animales”

Campo de refugiados en Ritsona, Grecia

Teresa Fuentes

Lo primero que te llama la atención cuando llegas al campo de refugiados de Ritsona es lo apartado que está de cualquier rastro de civilización. Situado en una antigua base militar aérea, hasta que no estás en la entrada no ves las tiendas de campaña, los arboles lo tapan todo y lo poco que queda de esa construcción se utiliza como almacén para guardar agua, ropa o la comida militar que se reparte en el campo.

El pueblo más cercano es Chalkida, está a unos 20 km y no hay transporte público que pase cerca del campo de refugiados, por lo que cuando quieren ir al pueblo tienen que coger un taxi que les cuesta 25 euros (una buena manera de asegurar que no habrá rastro de refugiados por el pueblo). Un día unos voluntarios organizaron una excursión a la playa y los lugareños los echaron porque les molestaba que se bañaran allí.

Cuando entras al campo lo primero que te encuentras son las tiendas de campaña donde están  varias ONG de diferentes países con sus logotipos en grande, entre ellas Cruz Roja. A continuación están las 160 tiendas de campaña; en función del número de familiares te dan un tamaño de tienda u otra.

El primer día que llegas al campo te sientes muy rara porque todos los residentes te miran con curiosidad y desconfianza y no sabes muy bien que hacer: ¿sonreír?,  ¿saludar? Pero conforme van pasando los días todo cambia: empiezan a sonreírte, los niños se acercan a jugar, te hablan y te invitan a sus tiendas a tomar té o a darte lo poco que tienen, su comida. Mientras compartimos la mesa empiezan a contarte su historia, y en ese momento tu vida ha cambiado.

Mohamad, 33 años, cinco niños, uno de ellos nació en Ritsona, tan sólo tiene 3 meses. Vivian en Alepo. Las bombas empezaban a caer a las 12 de la noche, unas horas antes se iba él y su familia a refugiarse a un pueblo cercano donde vivía su madre hasta que un día también empezaron a caer allí.

Omar, 15 años, tiene una deficiencia psíquica. Hace dos semanas su hermano lo llevo al campo y se fue. Desde entonces vive solo en una tienda de campaña.

Abdul, 30 años, tiene tres hijos, su mujer está embaraza de 6 meses, vivía en Alepo “yo no vine a Europa con mi familia para vivir aquí, esto no es vida, prefiero volver a Siria y morir que vivir en estas condiciones”, a lo que añade que “ojalá nadie más tuviera que pasar por esto, sólo deseo que los dirigentes Europeos que deciden sobre nuestro futuro vivan solamente un día en las mismas condiciones a las que nos someten”.

Sofian, 22 años, de Yemen. Estudiaba Informática en la universidad. Está solo en el campo, su familia no pudo huir porque no tenían dinero para todos, desde hace dos meses no sabe nada de ellos. Una noche un residente entró a su tienda y le robo el móvil, no tiene dinero para comprarse otro.

Kuteba, 24 años, Raqqa.  Bassan 18 años. Y así muchos más.  Después de varios días con ellos, de contener las emociones, de que te duela el pecho porque no quieres que te vean llorar, un día te desmoronas. Mohamad, que está pendiente de nosotras, coge su teléfono y traduce del árabe al español, “me duele mucho verte así, no estás obligada a sufrir por todo esto”, y terminas de romperte.

Sus historias están llenas de sufrimiento, muerte y dolor. Casi todos ellos han visto caer bombas, matar gente, han perdido a familiares o amigos… Se lo notas en la mirada, cuando no estamos hablando se pierden en la nada. Conforme los observas intentando contener las emociones, te preguntas qué han hecho ellos para sufrir tanto, personas tan generosas, amables y sencillas. Te das cuenta que la única diferencia entre ellos y nosotros se llama petróleo.

Tienen amigos y familiares en Alemania, Macedonia o Inglaterra, que cuando vieron cómo empeoraba la situación en Siria, les mandaban dinero y les decían que fueran a sus casas a Europa, que había trabajo.

Cuando la situación no era tan dramática se podía llegar de Siria a Europa en cuatro días. Ahora ellos viven atrapados en un campo de refugiados en medio de la nada, viven en tiendas de campaña, con la amenaza de los jabalís, serpientes … que por la noche se acercan a las tiendas, tienen tres duchas para todo el campo, los baños son públicos, el suelo de tierra, no tienen frigorífico, ni calefacción ni nada.

No tienen unas condiciones de vida dignas. Nos cuentan que temen al invierno, que en las tiendas hace mucho frio y que cuando llueve el agua se mete en ellas, que los niños enferman, que los medicamente se los racionan y que ya tienen que estar muy mal para que la ONG que hace la revisión los envíe al hospital.

“Cuando salimos de Siria no esperábamos esto, salimos de allí para tener una vida digna, esto no es vida, no es nada, nos tratan como animales, nos encierran y NO SOMOS ANIMALES”, señala Mohammad.

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