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Su lucha, nuestra lucha

En algunas zonas del campamento no hay luz, agua, ni baños

Teresa Sancho Carrasco

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Dejar tu país atrás nunca es fácil. Cuando te obligan a hacerlo la violencia y la persecución, es todavía más difícil. Las historias de quienes se han visto obligados a huir son tan duras que cuesta creer que sean ciertas. Al escucharlas siempre siento la misma sensación que cuando escuché la primera de ellas. Era 2016 y recuerdo haber pensado que aquello era demasiado duro para ser verdad, que era imposible que un ser humano fuera capaz de soportar tanto dolor y seguir hacia adelante.

Recuerdo la incapacidad de empatizar ante aquel sufrimiento, y la admiración hacia quien sigue luchando a pesar de haber vivido tanta pérdida. Recuerdo el odio hacia una Europa cubierta de blindajes y la vergüenza de ser europea y venir de un país que exporta armas y no acoge. Recuerdo la ansiedad al ver un campo de refugiados por primera vez y recuerdo pensar que era imposible que aquello durase mucho, porque nadie podía consentir que aquella violación de Derechos Humanos se prolongase demasiado. La fecha de caducidad de aquella situación debía ser cercana.

Hoy estamos a las puertas de despedir 2019 y, lejos de terminar, la situación ha empeorado enormemente. No han cesado las huidas de países de origen ni tampoco las llegadas a Europa, la diferencia es que ya no aparecen en los medios, ya no conmueven a la opinión pública, y tampoco son parte de la agenda política.

Nos encontramos de vuelta a casa tras visitar el campo de personas refugiadas de Moria y el campo de los olivos. Estuvimos aquí en verano y sabíamos que la situación iba a ser mucho peor, pero no éramos capaces de imaginar el horror que íbamos a encontrarnos al llegar.

El campo, uno de los más militarizados de Grecia, está tan masificado que ya no hay ni tan siquiera vigilancia para comprobar quién entra o sale de él. La zona de menores no acompañados, supuestamente segura, está tan abarrotada que no caben allí las nuevas llegadas y los peques que llegan solos a la isla se ven durmiendo sin ninguna compañía o protección en lo que las propias personas que allí malviven llaman “la jungla”, donde las tienda de campaña son usadas por hasta seis personas y esos menores deben sobrevivir sin ningún tipo de apoyo.

En algunas zonas no hay luz, agua, ni baños. Las temperaturas son realmente bajas y la humedad cala fuerte en los huesos. Los niños van en chanclas y la mayoría no tiene ropa de abrigo. Nunca imaginé que fuéramos capaces de crear un infierno semejante en pleno siglo XXI y en suelo europeo.

Aquella historia de 2016 me viene a la cabeza con cada historia nueva que conozco. Así pasó al escuchar a Farhad relatar cómo la barca en la que viajaban él y 60 personas más desde Turquía quedó encallada en las rocas. Tuvo que tirarse al agua para llevarla hasta la costa.

Nos cuenta que su mujer perdió el conocimiento al creer muertos a sus hijos y que si no hubieran estado cogidos de la mano probablemente la habría perdido. Al llegar a la playa un amigo le indicó que sus hijos estaban a salvo, y fue entonces cuando, una vez calmado, reparó en las heridas causadas por las rocas al tirarse al agua.

Es afgano y le han denegado la solicitud de protección, califican a Afganistán de país seguro. Si recibe una segunda denegación solo le queda la estancia irregular en Europa y el miedo constante a la deportación, de él y de toda su familia.

Así pasó también cuando Nasha, mujer congoleña embarazada de seis meses, nos contaba que en el momento de embarcar de Turquía a Grecia apareció la policía lanzando disparos y que ella pudo subir a la barca, pero su marido no. Llevan desde entonces sin saber el uno del otro y ha pasado más de un mes. Ella no sabe si volverán a verse. Él no sabe que ella llegó a tierra y que ahora malvive en Moria.

Europa y sus países endurecen las leyes, aumentan las deportaciones a Turquía y a países de origen y aquella Unión Europea que dejó caer a Grecia con la crisis, ahora deja caer a miles de personas refugiadas que encuentran en este país su medio de entrada al continente, su primer país seguro tras una larga travesía.

Aquí ya no resuenan las bombas, pero el maltrato físico y emocional provocado por las deplorables condiciones de vida es tan alto que Europa les mata y organizaciones como ACNUR son cómplices de esta situación. Menores que se autolesionan y hablan de querer morir, mujeres embarazadas con graves infecciones, bebés que fallecen deshidratados cuando cogen algún virus, incendios dentro del campo que acaban con las vidas de quienes sobrevivieron a las guerras... Esto es Europa y lo que causa con sus políticas migratorias de odio y dolor.

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