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“Es lo único que nos quedaba: marchar”

Mohamed y Nadera están actualmente reasentados en Zarautz

Alba Díaz de Sarralde

“A nosotros nos dijeron para venir a Euskadi, pero mi familia sigue en el Líbano”. La voz de Mohamed Giath se entrecorta y Nadera, su esposa, tiene la mirada fijada en la mesa de la sala donde aprenden castellano. Él sigue contando cómo su familia dejó Siria: “Salimos de nuestro país en coche cuando comenzó la tensión, con la intención de no estar fuera mucho tiempo. Cuando nos dijeron que nuestra casa había sido destruida, supimos que no íbamos a volver”.

La pareja de refugiados sirios y sus dos niñas llevan en Zarautz desde el pasado mes de julio. Llegaron a Euskadi en el marco de los acuerdos de reasentamiento de la Unión Europea, que consisten en dar acogida a personas refugiadas en países fuera del continente. En el caso de Mohamed y Nadera, en el Líbano, un país de 4,4 millones de habitantes ubicado geográficamente en el centro de los conflictos de Oriente Medio.

Fue en 2013 cuando decidieron marcharse de Siria. A Mohamed no le gusta hablar de “una revolución”. Cuenta que había manifestaciones, tensión, pero que “nada grave en el momento. Pensábamos que iba a durar poco y luego volveríamos a Siria”. Hasta un tiempo después: “Nuestra casa fue totalmente destruida”. Se inscribieron en la lista del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) con el objetivo de obtener protección internacional: “El pueblo libanés empezaba a estar en nuestra contra”. El Líbano, con una superficie similar a la de Navarra, es el país con la mayor concentración per cápita de refugiados en el mundo. Un país de unos cuatro millones de habitantes que, según Acnur, tiene un 1,1 millón de refugiados sirios.

Allí, vivían en una casa y él consiguió un trabajo temporal. Pero con el paso del tiempo, las cosas se volvieron más difíciles porque “en el Líbano no querían contratar refugiados sirios”. La situación se tornaba cada vez más insostenible: “Nos apuntamos en la lista cuando vimos que cada vez teníamos más rechazo en el país, y la protección era el objetivo principal” recuerda Mohamed.

Sin protección internacional, el Gobierno podría haberlos devuelto a Siria en aquel momento. En cuanto a ayudas, solo tenían un descuento en servicios sanitarios. Sin embargo, el fin de solicitar el amparo de la ONU tenía un objetivo más ambicioso: “Cuando todo estalló en nuestro país fue cuando quisimos salir para viajar a Europa. Era como una lotería, igual te llamaban o igual no” lamenta Mohamed, “pero teníamos claro que queríamos irnos”.

A ellos, un día, les llamaron. Fue en Enero de 2017. Después de numerosas entrevistas sobre cuestiones personales -“cuántos niños tenía, por qué me fui de Siria…”-, el turno de Mohamed y Nadera llegó en julio, tras cuatro años refugiados. “Me preguntaron si quería dejar el Líbano y salir del país” cuenta Mohamed de sus primeras entrevistas en la embajada española. “Dije que sí, pero si era con mi unidad familiar”.

Pasaron siete meses hasta que fueron trasladados a Madrid junto a varias familias más. Todas ellas, una vez en España, serían atendidas por organizaciones como CEAR o Cruz Roja. En ese tiempo hicieron más entrevistas y pruebas médicas y personales. De Madrid volaron a San Sebastián y, finalmente, a Zarautz. Sin embargo, los padres, hermanos, tíos y demás parientes, aún no han recibido la llamada del Acnur.

En los procesos de reasentamiento, el control de la situación se superpone entre el Acnur, el Gobierno del país donde las personas solicitan la protección y el Gobierno del país de acogida. En una misión a la que acuden las autoridades de este último se procede a la observación de cómo está el proceso y también a mirar qué personas están apuntadas en la lista. En función de las plazas que haya libres en el destino, adoptan la decisión de a quién acoger.

“Cuando las autoridades españolas vuelven a España, ven qué plazas hay libres en las Comunidades Autónomas y llaman a las organizaciones que las gestionan, para asignarles a las personas que se traen al país” explica la directora de CEAR-Euskadi, Patricia Bárcena. CEAR es la ONG que gestiona la vivienda donde ahora viven Mohamed, Nadera y sus niñas, junto a otra familia siria.

El pueblo que abrazó su llegada

Bárcena solo tiene palabras buenas para Zarautz: “Afortunadamente, es un municipio muy implicado con la acogida a personas refugiadas” afirma. “CEAR decidió abrir plazas allí precisamente por el compromiso municipal”. La familia siria llegó en el marco del programa de acogida Auzolana, una propuesta del Gobierno vasco con el objetivo de favorecer el proceso de integración de las personas refugiadas.

Una de las claves principales de esta experiencia piloto es reforzar el Sistema ordinario de acogida contando desde el primer momento con las Comunidades Autónomas, las Diputaciones Forales y los Ayuntamientos. “El programa implica una manera de trabajar diferente, porque no solo las organizaciones que lideramos la acogida tenemos todo el peso, sino que tenemos un apoyo mucho mayor y un compromiso muy firme tanto del Ayuntamiento como de las plataformas ciudadanas que en su día se manifestaron y dijeron que querían acoger” cuenta la directora de CEAR-Euskadi. Para Bárcena, “este trabajo es mucho más colectivo compartido, y eso favorece que las personas formen parte del municipio”.

Durante los primeros tres o cuatro meses en Euskadi, Mohamed y Nadera tuvieron que hacer infinidad de papeles con la ayuda de CEAR: el padrón, la tarjeta sanitaria, la tarjeta de residencia… Al llegar en el marco de los acuerdos de reasentamiento, las personas refugiadas tienen documentación y permiso de residencia desde el comienzo y dura cinco años. Para las personas refugiadas que vienen por sus propios medios buscando asilo, el camino para conseguir formalizar su situación y conseguir el Estatuto del Refugiado es más largo.

La pareja, desde septiembre, tiene permiso de trabajo, aunque ambos están aún en paro. En su día a día van a clases de castellano, van a buscar a sus hijas al colegio… “Desde el primer día nos sentimos muy acogidos” afirma Mohamed. Por ello, cree que la ciudadanía de su entorno está concienciada de la historia que familias como la suya tienen detrás. Pero las personas refugiadas no acaban su camino ahí: es solo la primera fase. Después, su camino hacia la integración continúa y, además, se torna más difícil.

“Para alquilar una casa es horrible” lamenta Nadera. “Pasados seis meses no podemos seguir viviendo donde vivimos. Pedimos una prórroga de seis meses más, pero esta se termina en junio”. Entonces empieza la segunda fase del programa de acogida: la búsqueda autónoma de un alquiler. En la esta etapa, el Gobierno estatal abona la renta mensual en caso de ser necesario, además de algunas ayudas básicas. Pero lo fundamental es encontrar ese piso. La tercera fase es la autonomía total: ellos tienen que mantener su hogar y sus gastos, con ayudas puntuales como el transporte a entrevistas de trabajo en otra ciudad.

Nada comparado a lo que oyeron de su futuro aún en el Líbano. “En las entrevistas siempre nos contaban cosas que no existen” recuerda la pareja con ironía, “como que íbamos a tener una casa chula y un montón de dinero y no íbamos a necesitar nada”. Afirman que aunque consideran que están bien, en la embajada plantean unas expectativas irreales a las personas que solicitan protección. Además, a Mohamed también le dijeron que podían pedir la nacionalidad a los cinco años. Hace poco, supieron que han de ser diez. “Cuentan cosas que no son verdad. Estamos muy contentos, pero nos decían cosas así”.

Las buenas palabras de Bárcena se terminan cuando habla de esa segunda fase del programa de acogida. La directora denuncia que esta situación la comparten muchas personas extranjeras: “Desde CEAR, a pesar de que esa segunda etapa es más autónoma y van a pasar a tener una vivienda propia, no tutelada, les apoyamos en esa búsqueda”. La dificultad viene dada, por un lado, porque hay muy pocas viviendas en alquiler y, las que hay, son muy caras. “Más aún en Zarautz, que es zona turística” remarca Bárcena.

Pero el otro lado esconde un problema enraizado: una fuerte discriminación. “Hay un problema de racismo en nuestra comunidad, en general en toda España. Cuando se oye a una persona extranjera al otro lado del teléfono se tienen unas precauciones que no se tienen cuando el acento es autóctono” lamenta Bárcena. “Cuando escuchan el acento o conocen que somos refugiados sirios, no nos alquilan ningún piso. Se creen que no vamos a pagarlo. No hemos sido capaces de encontrar nada desde enero” cuenta Nadera.

Hasta que esa situación se resuelva, la directora de CEAR-Euskadi vuelve incidir en la voluntad de la ciudadanía, de la red social de acogida y movilización que se ha ido tejiendo en Euskadi durante los últimos años: “Pongo en valor no solo el apoyo que reciben desde CEAR para intentar encontrar esa vivienda que les permita continuar su proceso de integración, sino también el que les dan el Ayuntamiento de Zarautz y las plataformas ciudadanas”. Estos colectivos se han movilizado para concienciar a la ciudadanía y a los dueños de los pisos, para que piensen en las personas refugiadas y en sus necesidades, según Bárcena, porque “aparte del beneficio económico van a desempeñar una labor social”.

La gestión del acuerdo que trajo a Mohamed y Nadera está en manos de cada país Europeo. Son los Estados los que se comprometen cada año a dar acogida a un número determinado de personas que solicitan protección desde países fuera del continente, una figura denominada ‘reasentamiento’. Mohamed, Nadera y sus dos hijas fueron reasentadas en España, en un panorama de incumplimiento mayoritario del compromiso que el país asumió: hasta noviembre de 2017, año en que llegaron, solo vinieron 693 personas en el marco de esos acuerdos, de las 1.449 que tenían que haber recalado aquí. A día de hoy se ha cumplido el acuerdo casi en su totalidad, “aunque no sea mucho”, según Bárcena.

Hay otra figura de acogida que se lleva a cabo aún en menor medida: la reubicación, la distribución de personas en el continente después de que estas hayan cruzado las fronteras arriesgando sus vidas en manos de las mafias o la suerte de los mares. En 2015, con la crisis humanitaria, más de un millón de personas llegaron a Europa, sobre todo a costas griegas e italianas, según cifras de CEAR.

Suad, una mujer reubicada

Suad es una mujer siria fuerte que consiguió ser reubicada. Su barca llegó a Grecia. Esperaba que la guerra en su país terminase, pero decidió huir en busca de seguridad para ella y sus hijos. Caminó sola con ellos hasta Turquía y el suyo es uno de los miles de personas que se atrevieron a cruzar el Mediterráneo: “Sabía que igualmente podía morir en el mar, pero tenía que arriesgarme por el bienestar de mis hijos, para que pudiesen estudiar y tener un futuro”. Los Estados europeos se comprometieron a reubicar inicialmente a 32.256 personas, un número que la sociedad consiguió elevar ante la irresponsabilidad de los mismos y la situación en que vivían estas personas en suelo europeo.

En marzo de 2015 comenzó el camino de Suad. Lo recuerda como “un mal sueño”. Le robaron lo que tenía cuando caminaba a Turquía. “Es muy difícil para una mujer sola con dos niños”. Desde que salió de su país, sabía que su destino iba a ser Europa y todos esos recuerdos siguen siendo una pesadilla que no puede olvidar: “Cruzamos el Mediterráneo en una barca de plástico en el que íbamos 60 personas”.

Después de seis meses en Grecia, fue reubicada en Vitoria. Aunque han pasado tres años desde que comenzó el viaje, cuenta que su vida sigue estando marcada por él: “Estamos bien, pero hemos pasado tantas cosas…”. Después de una historia como la suya, afirma que ni ella ni sus hijos están del todo preparados para “seguir como gente normal”, que tras tantos problemas “no están como los demás”. Sus ojos se empañan. Su viaje los ha marcado para siempre: “No somos como otras personas, que migran porque quieren o buscan un sueño. Hemos huido de la guerra. Somos gente que ha salido de un sitio y nos han llevado a otro sitio. Es lo único que nos queda: marchar”.

Suad remarca, además, la adaptación de su anterior vida a la de ahora y el idioma como dos grandes obstáculos en su integración: “Los niños, después de tanto tiempo sin estudiar, están muy atrasados”. Ella, ahora, también tiene que hacer frente a aprender un nuevo idioma, algo que “tras 25 años en casa me hace sentir perdida. No estoy acostumbrada”. En Siria, cuenta, la mujer se casa y se queda en casa ocupándose del hogar y de la familia. Ellas no trabajan. Y las dificultades se agrandan para ella ahora que tiene que adoptar un nuevo rol, sin haber tenido ninguna experiencia.

“Los niños llegan y, directamente, van al colegio. Pero tienen que aprender el idioma, al principio no saben, y tienen que estudiar en un idioma que nunca han escuchado” lamenta Suad. El camino que hicieron hace tres años los marcó y a Suad se le hace un nudo en la garganta porque su futuro es lo que más le importa: “No están estudiando bien, no sé cómo va a acabar. Pero si has pasado por lo que has pasado, no puedes rendir”.

El alquiler también se erige como una gran barrera para Suad. “Estamos teniendo problemas para renovar el alquiler, porque no tengo trabajo, no tengo nada. Además, el alquiler es muy caro. Estamos pasando justo, justo, porque también tengo que mantener a mis hijos”. La inestabilidad y la incertidumbre permanecen en su cabeza, y hace que viva con miedo de lo que pueda pasar en el futuro: “De momento estamos bien en ese sentido, pero igual mañana me echan a la calle”.

Un cambio que promovió la sociedad

“Creo que los Estados incrementaron los acuerdos de reubicación no tanto porque ellos fueran conscientes de que tenían que asumir su responsabilidad, sino precisamente porque la ciudadanía se levantó y dijo que quería acoger a las familias refugiadas”. Patricia Bárcena recuerda como un hito histórico el día en que empezaron a erigirse plataformas ciudadanas en los Estados europeos, como Welcome Refugees u Ongi Etorri Errefuxiatuak: “Ante la presión social, Europa reaccionó”.

El primer momento en el que los Estados se sentaron para intercambiar acuerdos fue en julio de 2015, cuando miles de personas ya habían llegado a las islas griegas y a Italia, para intentar llegar a un acuerdo de redistribución de las mismas, de conformidad con la normativa que tienen desde hace años, según Bárcena. “No llegaron a muchos acuerdos. En el caso de España, por ejemplo, no se quería acoger. Decía que ya tenía demasiadas personas refugiadas y que no tenía capacidad”. Pero hubo un hecho que marcó al mundo: el niño Aylan sobre la arena en septiembre. “Entonces llegaron a acuerdos mayores y decidieron acoger a 120.000 personas más entre los distintos países”.

Acuerdos que no se han cumplido y han dejado a la deriva a miles de personas solicitando acogida. “Está clara la falta de interés que hay” sentencia Bárcena, “un interés puramente electoral, porque se han ido posicionando en función del voto en lugar de posicionarse en función de los Derechos Humanos y de las personas que tienen que ser protegidas”.

13 %. Es el porcentaje de personas que, como Suad, España reubicó en su territorio a fecha de noviembre del pasado año. 1.301 de las 9.323 que se comprometió a acoger. Los Estados han mostrado así la cara más amarga y más cruel de Europa. “A pesar de que la guerra en Siria y en otros países continúa, Europa no hace nada más que lanzar titulares que luego se quedan vacíos” afirma Bárcena, que se refiere a la organización supraestatal como una “Unión poco unida” que busca réditos electorales para sus propios gobiernos; no el bien común.

Suad sabe que Europa no está cumpliendo lo que prometió en 2015. “¿Por qué dejan a las personas sin apoyo? ¿Por qué no sienten el sufrimiento de la guerra?” se pregunta, clavando su mirada en los gobernantes de la Unión Europea. Ella ha vivido esa guerra. El camino para huir de ella. Los días en el agua para llegar a un continente que se comprometió con gente como ella. “Son personas que viajan con la esperanza de que Europa les acoja. Se están muriendo en Siria y en el mar”. Y Suad lo sabe bien: “Hubo una mujer que se prendió fuego. Un hombre que se suicidó y otro que tiró a sus hijos al mar. Yo he visto todo esto con mis propios ojos”.

Arantza Armentia recuerda cómo comenzaron a movilizarse colectivos como el suyo, Ongi Etorri Errefuxiatuak Araba. Habla de personas ahogadas, de barcas perdidas en el Mediterráneo, recuerda también a Aylan. “A nivel individual empezamos a sentir que había que hacer algo”. Su ceño se frunce mientras piensa en silencio, pero sus cejas se arquean cuando habla y a través de sus ojos trata de transmitir aquel 2015: “Se te empieza a revolver todo y dices ‘aquí están pasando cosas muy gordas y nadie está haciendo nada’. Empecé a hablar con gente de otros colectivos, entre unos y otros nos decidimos a actuar, y surgió la idea de organizar una caravana junto con otras ciudades”.

Cuando aquella caravana partió a Grecia no había bandera alguna, ni nombre, ni colectivo. Eran personas decididas a acercarse y conocer de cerca qué estaba pasando en las costas Europeas junto con gente de otras partes de España, en total unas 300 personas.

“Vimos muchas cosas y hablamos con mucha gente”. Armentia recuerda pequeños huertos en los campos de refugiados para complementar las escasas comidas, personas que creían en un futuro mejor en Europa y acabaron llamando ‘cárcel’ a su nueva tierra, cónsules que les atendieron en la calle, haciendo oídos sordos a su grito de denuncia ante el incumplimiento de los derechos humanos.

Cuando volvieron de Grecia, los medios mostraron interés por la historia. “Entonces se empezó a socializar el problema y se empezaron a tejerse redes. Viajábamos como caravana, aún no teníamos colectivo. Un día decidimos establecer unos criterios mínimos de lo que éramos y lo que íbamos a hacer. Nuestros objetivos fueron visibilizar lo que estaba pasando y recabar información para socializarla. Más que de ayuda humanitaria directa, quisimos ser una organización de denuncia”.

Así, empezaron a dar charlas en centros de estudios o en pueblos relatando la experiencia griega. “Empezaba a haber muchos campos de refugiados y mucho cierre de fronteras. Muchas de las noticias nos llegaban a través de ONGs o de quienes proporcionaban ayuda humanitaria directa. Las instituciones, si pasaba algo gordo, lo soltaban, pero lo demás no. Ante la situación nos formamos como colectivo en Álava, cuando ya estaba erigido con fuerza en Bizkaia”. Y, para Arantza, el de Grecia no fue el único autobús.

“Protestamos en las Bardenas en contra de las armas, que son las que provocan las guerras, después fuimos a Madrid y protestamos frente al Congreso de los Diputados… Así comenzamos a salir en la prensa” recuerda. Participó también en la caravana a Melilla, donde conoció la situación de los menores no acompañados; ha pasado por Sevilla, cuando deportaron a un senegalés en un vuelo de Iberia; por Almería, donde “el esclavismo de los invernaderos es impresionante”…

Euskadi, agente activo

El Gobierno vasco no tiene competencia en la decisión sobre las políticas de asilo ni los compromisos de reasentamiento y reubicación, pero sí sobre las actuaciones una vez las personas refugiadas están en territorio vasco. Es el caso del programa Auzolana, una de las iniciativas del Ejecutivo autonómico para la mejora de los sistemas de acogida.

Con actitud propositiva, el Ejecutivo presentó el pasado año una propuesta al Gobierno español, quien sí tiene competencia en la gestión de acuerdos y personas. La primera, que fue aceptada, fue implementar un Sistema de refuerzo complementario, que concluyó con la propuesta Auzolana. La segunda, sin embargo, fue rechazada por el Ministerio de Empleo y Seguridad Social: la apertura en Euskadi de un corredor humanitario como experiencia piloto.

Los corredores humanitarios tienen el objetivo de facilitar el acceso a los países europeos de las personas que buscan protección, evitando los peligros del mar y los traficantes de personas a través de visados humanitarios. Una delegación del Gobierno vasco visitó en Roma la primera experiencia europea de este tipo de la mano de la Comunidad religiosa de San Egidio. Propuso una experiencia piloto en Euskadi que, sin embargo, el Gobierno de España no aceptó. “Decíamos que si decidían impulsar esta propuesta, desde luego, en Euskadi estábamos dispuestos a colaborar y participar. Por el momento no se ve y no está previsto”, lamenta La Directora de Víctimas y Derechos Humanos del Gobierno vasco, Monika Hernando.

Patricia Bárcena afirma no saber la explicación concreta del rechazo a esta propuesta, pero sí tiene sospechas de que sea por el ‘efecto llamada’: “Es algo que desde CEAR-Euskadi hemos reivindicado desde hace muchos años. Se tiene miedo a que sea una vía utilizada en exceso por las personas que huyen, o a perder el control de quién accede al país cediendo competencias”.

“Lo que proponemos y trabajamos con Auzolana, que se está pilotando en siete municipios, es que el sistema se trabaje de abajo arriba, que desde el primer momento haya una implicación del ámbito local” afirma Hernando. Una implicación que Bárcena aplaude en casos como el de Zarautz. Sin embargo, relaciona la aprobación de esta propuesta con el mantenimiento del mando en manos del Gobierno español: “Es en lo que no pierde competencia. Está reforzando lo suyo, no creando algo alternativo que quite protagonismo o poder”. Valora como un “error del Ministerio” no promover alternativas que estén en manos de las Comunidades Autónomas.

Hernando reivindica que las políticas que el Gobierno debe aprobar deben hacerse pensando en las personas refugiadas, “que están sufriendo y tienen derecho a ser acogidas y a ese refugio. Por normativa, no solo por una cuestión de solidaridad”. Bárcena, que aunque Euskadi haya “dado pasos, se puede hacer más”.

Aún queda un camino largo por recorrer en cuanto a la gestión de acuerdos. Desde Euskadi, también se ha condenado el incumplimiento: “Ya hemos dicho en varias ocasiones que Europa en general y el Estado español en concreto no ha cumplido con los compromisos que adquirió. Nosotros estamos dispuestos a apoyar al Gobierno español para que se implementen y se pueda hacer más”.

Más, porque más allá de cumplir compromisos, las personas siguen sus respectivas vidas en los destinos donde son acogidas o reubicadas. Pensar que su camino acaba con conseguir el asilo sería un error. Tener una familia a miles de kilómetros es otra de las astillas que las personas refugiadas tienen aún clavadas, por lo que Mohamed desearía que en el futuro los trámites de agrupación familiar fueran más sencillos: “Es bastante complicado, piden muchos papeles. Aunque pueda vivir aquí con mi pequeña familia, necesito estar con mis hermanos, padres, tíos… que siguen en el Líbano”, platea con la mirada en los suyos.

Suad desea una mayor atención para sus hijos, alguien que entienda lo que necesitan. “El profesor no es un psicólogo o alguien que sepa qué les pasa”. Ellos tienen un pasado que a día de hoy sigue viviendo en ellos: “Primero, hay que sacar de la cueva lo que tienen. Si una persona tiene un problema en el que piensa noche y día, no va a estudiar”.

Los caminos recorridos por las personas refugiadas son diversos, pero siempre difíciles. Miles acabaron en el mar, ahogados. Quienes lo consiguieron, siguen peleando cada día por conseguir estabilidad y dar pasos por la integración, una lucha que no acaba por llegar a suelo europeo. Cuando llegan, continúan una vida que se vio quebrada por la guerra y la persecución, en países en los que aún les quedan mil batallas que librar. El idioma, conseguir un trabajo o un piso, el racismo o la llama viva de los pasos que dieron desde sus países de origen se lo hacen muy difícil. Pero su itinerario vital sigue. Como la pelea diaria por ser alguien en una Europa que, muchas veces, como ahora con el barco ‘Aquarius’ sigue mirando para otro lado. O más bien, hacia dentro.

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