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¿El último Azkena?

The Sword. /ARF.

Eduardo Ortiz de Arri

Vitoria-Gasteiz —

Antes de nada, una aclaración idiomática. Azkena significa 'el último' en euskera. No es que los fundadores del Azkena Rock Festival, cuando estrenaron este encuentro ineludible para quienes les gusta el rock and roll, pensaran en que sería el primero y último. No. Lo que ocurre es que en aquella época eran también los gestores de una sala en Vitoria con ese mismo nombre, y fue allí donde se celebró por primera vez, en 2002.

Los creadores de esa reunión anual de camisetas negras, cedidas por barrigas crecientes bajo unas melenas menguantes, pero sobre todo de grandes músicos y entusiastas aficionados, no tenían ni idea de hasta dónde llegarían con aquella aventura que con el tiempo, por eso del ahorro, se quedó en tres siglas, ARF.

El Azkena nació como un experimento casero e 'indoor', y pronto se convirtió en un fenómeno de masas. De masas, pero pese a todo, con un sabor a auténtico y manejable. El invento de Alfonso Santiago y sus compañeros, los capitanes de Last Tour International (que es como se llama la empresa promotora) pronto llegó a los oídos de los rockeros de la Península y más allá, que son muchos. Y de la sala Azkena se trasladó a las campas de Mendizabala, ese gran espacio que hasta entonces solo lo usaban los circos ambulantes que paraban por Vitoria.

Realmente, pocos daban un euro por el futuro del ARF, el festival que se atrevió a levantar un monumento a la herejía. En la mismísima Vitoria, en la que hasta los años setenta se la conocía como una ciudad de curas y militares. O el lugar donde parecía que no había hueco para certámenes internacionales más allá del archiconocido Festival de Jazz, que este año celebrará su 37º cumpleaños.

La gente de la calle también acogió al ARF con frialdad, por no decir escepticismo. Algún ejemplo real. El dueño de la cafetería más cercana al recinto del festival, acostumbrado a preparar bocadillos para los músicos de jazz y su 'troupe' en el cercano pabellón de Mendizorroza, recelaba en un primer momento del nuevo festival. La clientela no lucía polos de Lacoste, sino cinturones metálicos. “Con esas pintas”, pensó, “toda la caja que voy a hacer es la de los destrozos de los lavabos”. En cambio, sus temores se evaporaron a la primera estampida de rockeros que abarrotaron el bar. No solo era gente normal, sino que incluso dejaba más dinero que la media.

Los mismos recelos iniciales e idéntica conclusión extrajeron en el sector hotelero, hasta el punto de que el Azkena se ha convertido en la práctica en el único evento del año que consigue ocupar todas las camas de la ciudad y alrededores.

El crecimiento de público fue en paralelo a la dimensión internacional del cartel. Por Vitoria han pasado algunos de los más grandes: Iggy Pop, Deep Purple, Sex Pistols, Pearl Jam, Kiss, The Black Crowes, Ozzy Osbourne, Bob Dylan... Y una larga lista de artistas que, con menos nombre, han dejado recuerdos imborrables. Porque, a diferencia de otros festivales, al ARF se va a disfrutar de lo clásico y masivo, pero también a conocer el talento oculto (cuántos descubrimientos de grupos casi desconocidos se habrán dado para la mayor parte del público) y a camuflarse en un ambiente distinto. Una gran frase que oí hace un tiempo a un colega de profesión, y con mucho trasfondo: el Azkena es el único festival al que no hay que ir a meter tripa.

El caso es que llegaron los chicos del Azkena y rompieron la pana. Pero hay asuntos menos poéticos, como el dinero, los presupuestos... Está claro que Vitoria tiene el encanto del lugar que ha visto crecer el festival, que es un encuentro en el que los propios músicos se sienten como en casa porque, además del trabajo del concierto, hacen horas extra. Coinciden con otros grupos afines, están entre los suyos. Les divierte.

Pero siempre ha existido la amenaza de hasta cuándo perdurará. Desde la organización siempre se ha desprendido una amenaza velada, con la idea de que en otras ciudades más grandes se matan por conseguir un evento de esas características. Esta vez ese runrún se ha intensificado. La crisis ha hecho que el festival se haya acortado a solo dos días, incluido un cartel -el del sábado- donde se echa en falta uno de esos grupos escritos en letras grandes y negritas. Algunos alimentan el rumor. Lo cierto es que no sé lo que ocurrirá, y prefiero no especular.

El caso es que el Azkena creció y se multiplicó. Y espero que no muera sin que peleemos con uñas y dientes por un festival que no solo se ha consolidado como uno de los grandes en España, sino que además genera actividad económica para una ciudad a la que le ha cambiado la cara culturalmente. Vitoria y muchos vitorianos, con o sin Azkena, ya no serán lo mismo. Se han ido educando en un tipo de música diferente, especial. Se han vuelto rockeros para siempre.

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