El ‘autocuidado’ no es suficiente
Como los jefes de departamento de policía en las películas, cuando mandan a casa a algún agente por una operación fracasada, puede que los últimos años alguien te haya dicho que necesitas “un descanso y tiempo para cuidarte”. Pero tú no eres el agente Smith, de homicidios, y para ti el autocuidado no es un eufemismo de despido, es una necesidad.
El autocuidado incluye todas las prácticas regulares de cuidado personal. Pasa, básicamente, por dedicarse más tiempo a uno mismo: puede incluir darse un largo baño de espuma al llegar a casa después de un día de trabajo, escribir un diario, hacer ejercicio, apagar el móvil para leer sin distracciones, pasear por la naturaleza, meditar, practicar pilates, o cualquier otro cliché que incluya altas dosis de bienestar personal.
El autocuidado, en definitiva, consiste en hacer un esfuerzo deliberado por promover tu salud física y emocional. El problema es que el ‘autocuidado’ ha saltado, literalmente, al sistema público de salud. Llevamos muchos meses autocuidándonos a casi todos los niveles, físicos y mentales. Calibrando, por ejemplo, si hacernos o no un test de antígenos en casa porque nos pica un poco la garganta, repitiendo el test dos días después si el picor persiste, autoconfinándonos, automedicándonos porque la próxima cita disponible con nuestro médico de cabecera es dentro de dos semanas o en seis días si la consulta es telefónica. Por supuesto, también nos autodamos el alta; perdón, el autoalta. Y nos autorevisamos una semana después para ver nuestro evolución.
Cualquier cuestión que comience con ‘auto’ referida a la salud conlleva un riesgo evidente. El autocuidado, por supuesto, no satisface las necesidades médicas de las personas. Pero tampoco lo hace con las necesidades psicológicas. Llevamos dos años aguantando el chaparrón porque no quedaba otra, recurriendo al autobienestar, la relajación, el mindfulness, el Asmr o cualquier elemento que baje pulsaciones para evitar que la ansiedad se desparramase. El autocuidado es importante, sí, pero su eficacia es específica y limitada. Y, por supuesto, no aborda el importantísimo problema de falta de recursos que tiene ahora mismo el sistema nacional de salud.
Un amigo se dio cuenta hace unas semanas de que algo fallaba. Igual que detectas que te duele una rodilla, o que tienes pinchazos en la tripa, a él le dolía el ánimo desde hacía un tiempo. No sabía atribuirlo a una causa concreta, no le había sucedido nada específico salvo quizá el cansancio pandémico, así que habló con su centro de salud para que un psicólogo pusiese palabras concretas a un malestar ya persistente. Su médica de cabecera desplegó en el ordenador una fecha, como quien despliega una necrológica: mayo del año 2023. Mi amigo tiene ahora dos opciones: pagarse un psicólogo privado o pasarse un año entero reflexionando sobre qué le pasa. Llegar a la consulta de mayo del 2023 con diez diarios escritos a dos caras, una presentación en PowerPoint y una recreación en papel celofán y plastilina.
Nos hemos acostumbrado a que esas cifras de espera sean normales, o peor aún, disuasorias. Y no podemos permitir que lo sean. Igual que no podemos permitir que los Centros de Salud se hayan convertido en CCIS: Centros de Cuidado Interpersonal Sostenido. O que nos sintamos culpables como pacientes por acudir a urgencias a que nos receten un antibiótico porque no hay otra forma de conseguirlo a corto plazo. No podemos normalizar que la única solución para evitar la enésima saturación de los hospitales sea quedarnos en casa practicando el autocuidado. No necesitamos autocuidarnos, necesitamos que el sistema nos cuide.
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