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Cartas al rey

El rey Felipe VI durante el discurso de la Pascua militar

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A diferencia de algunos analistas que se han referido al tema en los últimos días, yo no estoy tan convencido de que el rey deba hacer una declaración institucional sobre las dos cartas que le han enviado sendos grupos de militares retirados, en las que le alertan de la “descomposición de la cohesión nacional” que está causando el Gobierno “socialcomunista apoyado por filoetarras e independentistas” y le expresan su apoyo “en estos momentos difíciles para la patria”. Una respuesta solemne de Felipe VI quizá tendría el efecto contraproducente de otorgar a estos fogosos jubilados un protagonismo político que seguro desearían, pero no merecen, entre otras cosas porque, afortunadamente, carecen por sí mismos de capacidad para desafiar el orden democrático, con independencia de las conjeturas que podamos hacer sobre la existencia de una estrategia coordinada de desestabilización tras sus maniobras.

Creo que las declaraciones institucionales del monarca deben ser muy medidas y reservarse para situaciones realmente excepcionales, de modo que interfieran lo menos posible en la vida política, por agitada que esta se encuentre. Si Felipe VI no se pronuncia cuando un vicepresidente del Gobierno insta a los jóvenes al “asalto republicano” o cuando el primer partido de la oposición elude su deber constitucional de renovar el poder judicial o cuando un líder de la ultraderecha defiende el franquismo o cuando dirigentes catalanes y vascos se reafirman en sus anhelos secesionistas, no veo por qué deba hacerlo por los delirios de unos militares retirados. Tal vez sería más oportuno que aprovechara –o propiciara- algún acto castrense para lanzar un mensaje firme de compromiso con la Constitución y la democracia que sirva de aviso a aquellos militares, en activo y en reserva, que pudieran albergar tentaciones involucionistas.

Ahora bien, con independencia de que el rey opte o no por una declaración institucional, lo que sí cabe esperar es que la Zarzuela ofrezca alguna explicación sobre el destino de las cartas: si el monarca las leyó, si las tiró a la papelera, las archivó o las respondió, y, en este supuesto, qué mensaje transmitió a los remitentes. La transparencia con la que se comprometió Felipe VI al acceder al trono debería permitir que la ciudadanía conozca cómo se ha desarrollado este embrollo epistolar. Porque no estamos hablando de unas cartas privadas, sino de unas misivas cuyos remitentes deseaban que se hicieran públicas y que incluso fueran debatidas en el Parlamento europeo. Y porque los promotores de al menos una de las cartas mantienen un chat de grupo en el que se expresan deseos como “fusilar a 26 millones de hijos de puta” y terminar el trabajo que Franco dejó inconcluso.

Si estos son motivos suficientes para que la opinión pública sepa qué ha hecho Felipe VI con las cartas –cuyos firmantes pretendían que fueran seguidas por otras de distintas promociones de los ejércitos, para presionar al monarca-, hay otra razón que justificaría con más urgencia si cabe ese ejercicio de transparencia. Se trata de la percepción de que la actuación de los miembros de la XIX promoción de la Academia General del Aire y de la XXIII promoción de la Academia General Militar no obedeció a arrebatos patrióticos aislados, sino que bebió de una corriente de pensamiento que está prendiendo con fuerza en sectores de la sociedad y que parte de la preocupante premisa de que el Gobierno es “ilegítimo”. Lo grave es que ese discurso no ha surgido en parloteos de bares, como cabría suponer por su ramplonería argumental, sino que es propagado por el principal partido de oposición, el PP, y su aliado de la extrema derecha, Vox, dentro de una estrategia de hostigamiento a Pedro Sánchez solo comparable con la que sufrió José Luis Rodríguez Zapatero cuando ganó las elecciones de 2004.

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, campeona en el uso político del disparate y la temeridad intelectual, ha afirmado que suscribe “en su literalidad” el contenido de las cartas de los exmilitares. El presidente del PP, Pablo Casado, tardó varios días en descalificar los mensajes del chat de la promoción XIX. Una portavoz de Vox afirmó en el Congreso que los militares retirados que sueñan con fusilar a la mitad de los españoles “son de los nuestros”. Las declaraciones de la ministra de Defensa, Margarita Robles, y del jefe del Estado Mayor de la Defensa, general Miguel Ángel Villarroya, criticando sin ambages tanto las misivas al rey como los mensajes del chat, han sido, sin duda, positivas en este ambiente de deterioro político, pero resultan insuficientes, puesto que todo permite suponer que la crispación irá en ascenso a menos que vuelva a imperar la sensatez y el respeto a las reglas de la democracia.

Los nostálgicos del golpismo deberían recibir de alguna manera el mensaje de que estamos en una democracia y que la unidad no se consigue fusilando a los que piensan distinto, sino respetando la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas. Y –lo más importante- el PP debe entender por algún conducto que su estrategia de acoso y derribo contra el Gobierno puede salirse de madre y tener consecuencias indeseadas. Afirmar, como hizo recientemente Casado, que la “defensa de la libertad” en España “merece arriesgar la vida”, equiparando la situación de nuestro país con las de Cuba y Venezuela, no solo es un disparate colosal, sino un acto de irresponsabilidad extrema que perjudica tanto la convivencia interna como la imagen exterior de España, ya suficientemente castigada con el culebrón del rey emérito, el saqueo del Estado por la trama Gürtel, la creación de 'brigadas patrióticas' en el ministerio del Interior del PP y, en otro orden de cosas, la aventura secesionista catalana de 2017, cuyas consecuencias aún se sienten. Quizá no sobre recordar en estos momentos que la aplicación del artículo 155 de la Constitución, mediante la cual el Gobierno de Rajoy conjuró aquel intento de secesión, fue apoyada por Pedro Sánchez, a quien hoy el PP acusa de acolitar la ruptura de España. Del mismo modo que Zapatero fue acusado de entregar el país a los terroristas al abrir una vía de diálogo con ETA, después de haber apoyado sin fisuras al Gobierno del PP tanto cuando combatía a la banda como cuando negociaba con ella.

En la actual coyuntura, lo mínimo que cabe esperar, pues, es que la Zarzuela cuente a la ciudadanía qué ha hecho el rey con las cartas. A él están dirigidas y se han convertido, quiéralo o no, en asunto de interés público.

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