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Castas, lógicas y salarios

Imagen de Felipe González publicada en Cuadernos para el diálogo.

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Parece que Podemos está revisando su política original sobre el salario de sus representantes. Aunque no está claro todavía el alcance exacto de la medida, sí lo está el hecho de que persiguen que los cargos electos cobren a partir de ahora en proporción a sus responsabilidades. Esto es, que se cobre más de acuerdo al puesto ejercido. Con ello abandonan dos elementos fundamentales de su etapa inicial: la igualdad (que todos cobren lo mismo) y la contención (que todos cobren una cantidad, tres salarios mínimos, escasa en comparación con lo habitual en política). 

Ambas eran la consecuencia técnica, por así decir, de dos principios políticos. Que todos cobraran igual era una consecuencia de cierta concepción de la política. En palabras de Pablo Iglesias, “la política no es una profesión, la política es un servicio al ciudadano”. Que todos cobraran poco – o, al menos, bastante menos de lo habitual – era la manera de lograr “que no se nos olvide nunca de dónde venimos”. Junto a otras medidas, se trataba de garantizar que “los cargos de Podemos no serán casta”.

Resulta muy revelador que esas y otras medidas hayan entrado en crisis de un modo tan repentino, habida cuenta de la corta historia vital de Podemos. No faltarán, por descontado, quienes zanjen la cuestión con un dictamen rotundo de “traición” ni quienes la despachen con un displicente “¿no os dije yo que todos son iguales?”, reacciones ambas que no buscan tanto entender el mundo (para poder hacer política) como armarse de razón (para poder colgarse medallitas de moralina). Pero lo cierto es que el hecho mismo de que la realidad de lo político parezca obligar – incluso frente a ideales que se abrazaron con sinceridad – a tomar esta serie de medidas abre interrogantes que entroncan con cuestiones clásicas con las que la filosofía política lleva siglos lidiando.

¿Es la política una vocación? Sin duda, debería serlo. Siempre. ¿Implica eso que entonces no es una profesión? A mi juicio la mejor respuesta sigue siendo la de Weber: Quien vive “para” la política hace “de ello su vida” (…) En este sentido profundo, todo hombre serio que vive para algo vive también de ese algo. La diferencia entre el vivir “para” y el vivir “de” se sitúa entonces en un nivel mucho más grosero, en el nivel económico. Vive de la política como profesión quien trata de hacer de ella una fuente duradera de ingresos; vive para la política quien no se halla en este caso“. En este fragmento hay una enseñanza importante: la ”casta“ no es una clase de personas, ni siquiera de partidos. La casta es una manera de vivir de la política, una manera que puede afectar a unos más que a otros, pero que habrá de observarse en cada caso. 

¿Se ha de cobrar “poco” para poder representar políticamente a “los de abajo”? Bajo esta creencia late una concepción de la representación política a mi juicio errónea. Recibe el nombre de “representación descriptiva”, aunque quizás sea más certero denominarla “identitaria”. Se basa en la creencia de que el representante ha de compartir la identidad de los representados. Una manifestación algo rocambolesca de esa manera de entender la representación la encontramos en la exigencia de que los actores compartan la identidad (racial, religiosa, o de otro tipo) de los personajes que interpretan. Solo un actor vietnamita ha de hacer de vietnamita, solo un homosexual ha de hacer de homosexual, etc. En el extremo, solo un actor nazi podría interpretar a Hitler, y, en consecuencia, Chaplin nunca hubiera podido ser ni el gran dictador ni el pobre barbero judío. El representante ya no está en el lugar del representado, sino que, de algún modo, es el propio representado.

¿Funciona así la política? ¿Qué es lo que se ha de representar en el Parlamento o en el Gobierno? Anguita lo expresaba muy bien: “programa, programa, programa”. Si las medidas concretas que se aprueban son las que yo considero acertadas, poco me debe importar que el político que las aprueba sea católico, negro, homosexual o del Logroñés. E, inicialmente, poco me debería importar su sueldo. Lo que me representa políticamente son las decisiones políticas aprobadas, no las peculiares identidades personales de quienes las aprueban.

Todo esto, por lo demás, se ha visto oscurecido en los últimos tiempos debido a que la propia noción de “talento” parece haberse pervertido. Se dice que se ha de pagar bien a los políticos para poder atraer “talento”, pero, a la vez, ocurre que esa propiedad se encuentra definida cada vez más por la esfera de lo mercantil. El único baremo que algunos manejan para comprobar si un determinado candidato tiene talento es, sorprendentemente, su sueldo. Nunca fue así. Quizás eso se daba – pero sólo en parte - en la derecha, pues para ella el éxito económico se percibe en buena medida como un éxito moral, y por tanto político. Pero desde luego en la izquierda el talento político jamás se identificó con el buen hacer en los negocios, más bien al contrario. A nadie se le ocurría ponerse a valorar los méritos políticos de alguien mediante su profesión. Y eso es lo que empieza a normalizarse hoy. De un candidato lo primero que se coteja es su currículum laboral. No es lo mismo que sea médico, abogado o empresario a que sea camarero, operario de fábrica o conductor de autobús. Se trata de una perversión. Una cosa es asumir el mercado como agente social, otra someterse a la lógica mercantil en todos los ámbitos, también en el de la política.

Lo cual no implica, sin embargo, que solo exista una lógica en la actividad política. Aunque sin duda hay más, cabe distinguir al menos dos. Una es la lógica de la representación política, que es por excelencia una labor del Parlamento. Allí lo que distingue a unos de otros es su concepción sobre lo que es justo, y para esa concepción no hacen falta mayores méritos laborales. No hay una “carrera profesional” en cuestión de ideales, ni más méritos o medallas que las que conferimos los electores a las ideas que unos u otros enarbolan. Otra lógica – que es distinta, pero que la omnipresencia de esa cosa denominada “partidos” nos impide en ocasiones ver – es la de la ejecución o gestión de las medidas a tomar. La única condición para que alguien sea parlamentario es que sea conciudadano y, por tanto, abrace una u otra concepción de lo que es justo. Pero para ejercer como ministro de Economía, director de la Guardia Civil o consejero de Hacienda es evidente que parecen convenientes, además, ciertos conocimientos técnicos. Cerrar la puerta a las personas que atesoran ambos talentos – el político y el técnico – asumiendo que no pueden ni representar a los de abajo ni gestionar correctamente lo público en su nombre no parece demasiado inteligente. Para los de abajo, más que nada.

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