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El coronavirus no distingue entre clases

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Isaac Rosa

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Pensaba escribir sobre las palabras del presidente Sánchez al presentar el paquete de medidas, pero todavía no he sido capaz de escuchar más allá del primer minuto. Pongo una y otra vez el vídeo, y me quedo atascado en una de sus primeras frases: “El virus no distingue entre ideologías ni clases ni territorios; desgraciadamente nos está golpeando a todos”. Frase que ya le he oído repetir en al menos tres ocasiones en los últimos días: que el coronavirus nos trata a todos por igual, no distingue a sus víctimas. Un virus igualitario, vaya.

¿El virus no distingue de clases? Si algo saben los virus, este o cualquiera, es distinguir entre clases. Igual que las catástrofes naturales, o las recesiones económicas, o las guerras. También los virus, tan chiquitos ellos, diferencian a sus víctimas según su clase. Como sucede con la mayoría de enfermedades, que suelen ir por barrios, con más incidencia de ciertas dolencias en las zonas de menos ingresos; o como la esperanza de vida, que puede variar en una decena de años entre dos distritos de una misma ciudad.

Nos ha bastado una semana de coronavirus para darnos cuenta de que sí, claro que el virus distingue entre clases. También en las pandemias hay desigualdad.

Solo hay que ver quiénes son los trabajadores en primera línea estos días, más expuestos por tanto al contagio: el personal sanitario, por supuesto, y también cajeras, dependientes y reponedores de comercios de primera necesidad, repartidores de mercancía, conductores, limpiadoras; además de todos aquellos cuya actividad manual o presencial no permite teletrabajo; y muchos otros tan precarios que no pueden exigir a sus empresas que suspendan la actividad, o que al menos les faciliten condiciones de seguridad. Todos los que siguen saliendo a la calle, y apretándose en el cercanías si hace falta, mientras los demás nos quedamos en casa. Si cuando todo haya pasado se entretiene alguien en analizar el perfil socioeconómico de contagiados, ya verán qué sorpresa.

No solo el riesgo de contagio, también los daños colaterales del virus. Empezando por el confinamiento, que varía radicalmente según tu poder adquisitivo. Todos debemos quedarnos en casa, eso es innegociable. Pero no te encierras igual en una casa con jardín y dos plantas en la que acumulas todo tipo de comodidades, o en un apartamento con balcón a la calle, que en un bajo interior casi sin ventanas, o en un piso compartido con extraños, o en cualquiera de esas infraviviendas de las que hacíamos mucha broma cuando se anunciaban en Idealista, y en las que ahora debe de haber alguien encerrado. Y eso solo por hablar del espacio, que un hogar es mucho más que cuatro paredes, y no todos los hogares están en las mismas condiciones para un confinamiento prolongado.

También las consecuencias económicas del virus distinguen entre clases. En las primeras cunetas se han quedado ya miles de trabajadores, despedidos antes incluso del estado de alarma, temporales no renovados, autónomos de todo tipo, y muchísima economía sumergida que sigue existiendo aunque ya ni la nombremos.

Y lo mismo pasa con la incertidumbre que nos trae el virus. No sabemos qué será de nosotros la semana que viene, ni el mes que viene, ni el año que viene. Pero uno mira distinto el futuro, por negro que sea, si tiene un buen colchón de ahorros, patrimonio o familia, una mínima seguridad material, que si llevas meses, años o toda la vida caminando sobre el alambre, a merced de cualquier imprevisto que te tumbe, hasta que llega The Big One, la madre de todos los imprevistos.

Cuando por fin avanzo un poco más en el discurso del presidente, le oigo decir que “nadie se va a quedar atrás”. El problema es que muchos ya se habían quedado atrás antes del coronavirus, y seguían pendiente su rescate. El problema es que han presentado un plan de emergencia (muy importante, hay que reconocerlo) en un país que llevaba tiempo necesitando un plan de emergencia, antes de que llegase un virus que sí, claro que distingue entre clases.

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