El dilema del vacunado
La sexta ola cabalga a través de Europa a lomos de los no vacunados. El mapa del continente arroja una robusta correlación negativa entre tasa de vacunación, contagios y muertes. A menos vacunados, más pandemia y más devastadora para todos, vacunados o no.
Lejos de plantearse la cuestión como un problema de salud pública, donde claramente lo prioritario debería ocuparse de asegurar la salud de la mayoría, o una cuestión de eficiencia y reparto solidaria y justo de costes comunes, llevamos meses enredados en una cuestión de derechos y libertades fundamentales como si la pandemia fuese una elección. El negacionismo ganó su primera batalla cuando creer o no en el virus y la pandemia se convirtió en una elección que debía ser protegida por el Estado y algún juez llegó a declarar el fumar en las terrazas un derecho fundamental que debía ser amparado por la Justicia.
Que Europa tenía un problema con la vacunación se hizo evidente hace un par de meses, cuando muchos de los países del continente empezaron a acercarse al 70% que marcaba la mítica inmunidad de rebaño, de la cual llevábamos hablando un año, y el ritmo se ralentizó o se frenó. Parecía obvio que muchos habían decidido que ya no tenía por qué vacunarse, dado que los demás ya lo habían hecho y eso nos protegía a todos, también a ellos y a coste cero. Así que optaron por comportarse como “free riders” o gorrones que reciben todos los beneficios de una acción colectiva -la vacunación-, sin asumir ninguno de sus costes dado que no pueden ser excluidos de la misma. No se trata de libertad, se trata de puro egoísmo racional.
Los gobiernos europeos prefirieron rehuir la confrontación frontal con el negacionismo para evitarse laberintos dialécticos, esquivar la acusación de autoritarismo y quedar bien con todo el mundo convirtiendo la lucha contra la pandemia casi en un voluntariado. El resultado es que ahora todos, vacunados o no, van a pagar el mismo alto precio en restricciones de derechos y libertades reales, no inventadas, por una decisión que solo ha tomado la minoría no inmunizada. No existe democracia en el mundo obligada a garantizar semejante derecho a perjudicar a los demás sin más razón que mis prejuicios y mis miedos.
En España el negacionismo no se declara, se practica. Nos gusta invocar casi como un hechizo protector el porcentaje de casi un 90% de inmunizados que sumamos. Pero lo cierto es que tenemos cinco millones de españoles que ha decidido no vacunarse, casi un 5% del personal sociosanitario incluido. Sobran vacunas, facilidades para hacerlo e información para saber cómo y por qué se debe. Simplemente no quieren vacunarse. Por lo que sabemos, su decisión se argumenta mayoritariamente sobre motivos ideológicos, al convertir la decisión de no inocularse en una declaración política contra un gobierno, sobre una visión precientífica de la ciencia o sobre el uso y abuso del internet profundamente idiota y las teorías de la conspiración.
Pero lo cierto es que aquello que realmente les posibilita no vacunarse es que ya nos hemos vacunado los demás; eso reduce sus riesgos y les permite obligarnos a compartirlos. No se vacunan porque les sale gratis no hacerlo y los demás se lo permitimos asumiendo sus mismos riesgos. Hemos asumido como algo natural que están en su derecho a no hacerlo sin afrontar las consecuencias de ejercer ese derecho. Somos los demás, la mayoría vacunada, quienes las pagamos y debemos ajustar nuestro comportamiento a sus decisiones. Somos nosotros quienes debemos llevar mascarilla, guardar la distancia de seguridad o preocuparnos por saber quién va a nuestro lado y en qué condiciones. Los vacunados asumimos las consecuencias de nuestros actos y de los suyos. Es hora de volver a repartir los costes para que no les siga saliendo a cuenta ponernos a todos en riesgo solo porque pueden.
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