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Opinión - 'España no es un país de derechas, sino uno desmovilizado', por A. Garzón

España no es un país de derechas, sino un país desmovilizado

Imagen del pasado 20 de diciembre de la calle Preciados en Madrid. EFE/ Sergio Pérez
31 de diciembre de 2025 19:59 h

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Todo indica que el ciclo político español está virando: la derecha y la extrema derecha se preparan para gobernar y, según las encuestas, alcanzarían hoy la mayoría absoluta con relativa comodidad. Mientras tanto, la izquierda mantiene el Gobierno, pero lo hace lastrada por los escándalos de corrupción y las acusaciones de acoso en la Moncloa. Esa combinación erosiona su credibilidad y bloquea las iniciativas estratégicas capaces de recuperar impulso: unas veces por la falta de voluntad del PSOE —como ocurre con la vivienda— y otras por la aritmética parlamentaria, que no garantiza mayorías progresistas. Se trata de una tormenta perfecta, para regocijo de una derecha que ya está vendiendo la piel del oso y repartiendo las ganancias.

Sin embargo, nada está necesariamente perdido. Y asumir que ya lo está no solo es inexacto, sino dañino. En las ciencias sociales es habitual recurrir al concepto de “profecía autocumplida”: situaciones en las que, al comportarnos todos como si un desenlace fuese inevitable, terminamos generando exactamente las condiciones que lo vuelven real. Es decir, la expectativa de que algo ocurrirá acaba provocando que ocurra. Aunque parece un trabalenguas, es algo muy habitual en el comportamiento de los agentes financieros, y puede serlo también a nivel político. Si actuamos como si fuese inevitable que la derecha gobierne, estamos facilitando ese mismo resultado. 

No se trata de caer en una trampa idealista, típica de quienes piensan que desear que algo ocurra es suficiente para que suceda. Por mucho que repitamos que queremos otro gobierno progresista, esto no sucederá sin más. Pero sí es necesario señalar que la forma en la que afrontamos los problemas reales también influye, y puede llegar a ser crítica si el resultado no está determinado de antemano. En política esto se expresa en la “agenda setting”: aquello de lo que se habla, con qué palabras y con qué prioridades. Todos los actores políticos intentan influir en esta agenda, pero son los medios quienes finalmente deciden cómo se constituye. La agenda no solo describe la realidad: también la configura. Nadie puede tener opinión informada sobre lo que desconoce, y por eso la definición del marco —de qué hablamos, con qué palabras, con qué prioridades— es uno de los principales campos de batalla política. Su poder reside en que estos marcos pueden amplificar o distorsionar fenómenos hasta convertir excepciones en aparente normalidad.

La brecha en la percepción económica es un buen ejemplo. Un 33% de españoles considera que la situación es buena o muy buena, frente a un 59% que la juzga mala o muy mala. El dato sorprende, porque la economía es la misma para todos. Pero cuando se desagrega por voto, la foto es clara: más del 54% de votantes del PSOE y más del 60% de SUMAR opinan que la situación es positiva; en el PP solo el 12%, y en Vox el 5,5%. La diferencia no se explica por realidades materiales completamente distintas, ya que están respondiendo ante el mismo fenómeno —la economía en su conjunto—, sino por ecosistemas informativos y marcos interpretativos divergentes. El acoso de los medios conservadores es tan intenso que es capaz de convertir una situación macroeconómica desahogada —con récord histórico en la bolsa española y un PIB que crece por encima de la media europea— en un relato catastrófico; y cala entre sus espectadores, que no suelen recibir ningún tipo de narrativa alternativa.

El caso de Badalona lo ilustra también en el terreno cultural. La gestión del alcalde Xavier Albiol exhibe un marco abiertamente xenófobo que amplifica actitudes minoritarias hasta presentarlas como dominantes. Hemos visto muchas más noticias y entrevistas a este alcalde y a los vecinos fascistas que a las organizaciones que ayudaron de manera efectiva a los inmigrantes. En redes, el discurso anti-inmigración es pieza central de la guerra cultural que impulsa la extrema derecha con el apoyo, explícito o implícito, de plataformas digitales en manos de oligarcas tecnológicos —siempre hombres blancos millonarios—; allí la potencia de esas voces es ensordecedora. Así, la imagen general que extraemos al escuchar a ciertos medios y redes es que España está dominada por el racismo. Sin embargo, los datos cuentan otra historia: según el último Eurobarómetro, España es el país de la UE con percepciones más positivas hacia la inmigración (68% frente al 27% negativo). No somos lo que los reaccionarios dicen que somos, o que quieren que seamos.

Algo similar ocurre con la llamada “ola reaccionaria”. Es cierto que las democracias occidentales atraviesan tensiones estructurales asociadas a la pérdida de estatus dentro de la economía-mundo y al deterioro de la seguridad material de amplias capas sociales. Es cierto que las derechas radicales avanzan y gobiernan en Estados Unidos, Italia, Hungría o pronto Reino Unido. Pero en España conviven dos fuerzas: el crecimiento del voto reaccionario y de las personas identificadas con la derecha (del 10% en 2014 a más del 25% hoy) y una base progresista de personas que se identifican con la izquierda y que supera el 40% —y también ha crecido en los últimos años—. España no es un terreno baldío listo para ser conquistado por las derechas, sino un país progresista desmovilizado y políticamente desorientado. Es un país donde la mayoría de los instrumentos del Estado son de derechas —medios de comunicación, poder judicial, fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, altos funcionarios, etc.— pero con una sociedad que es mucho más progresista.

Ahí aparece el problema: las izquierdas institucionales no están siendo capaces de conectar del todo con su propia base social. Gestionan, pero no representan; administran, pero no ilusionan. Los buenos indicadores macroeconómicos sirven para las cuentas corporativas, pero no para quienes viven en alquiler, no llegan a fin de mes o sienten que sus salarios nunca serán suficientes para sostener una familia. Por eso la extrema derecha crece sobre el malestar material, no solo sobre el cultural.

Cuando en vez de preguntar por la situación económica general se pregunta por la situación económica personal, la fotografía cambia sustancialmente. Ahí ya no encontramos grandes diferencias entre PP, PSOE y SUMAR: para una minoría de sus votantes su situación económica personal es percibida como mala o muy mala (25%, 20% y 23% respectivamente). O, lo que es lo mismo, la mayoría de esos votantes percibe su situación económica personal como buena o muy buena. Pero no ocurre así en los votantes de VOX, pues la situación es percibida como mala o muy mala para el 45%. Ello quiere decir que la extrema derecha está creciendo sobre el malestar material de una población que se siente desatendida por el gobierno progresista. La gente también se radicaliza cuando año tras año los asuntos más importantes para su vida cotidiana —no la bolsa ni el PIB, sino la vivienda o la estabilidad laboral— siguen sin resolverse. Las guerras culturales funcionan, pero se constituyen como complementos funcionales de estas carencias materiales tan importantes.

Y ahí está la clave. El gobierno aún tiene margen, pero requiere cambiar de escala: menos complacencia macro y más intervención micro. Políticas visibles en vivienda, cuidados, salarios, deuda familiar y garantía de ingresos; un proyecto capaz de activar a la mayoría social progresista que ya existe, pero que hoy no encuentra representación. Si la izquierda no es capaz de abordar ese reto, no puede esperar que esa base social progresista —teóricamente suficiente para frenar la ola reaccionaria española— acepte gratuitamente la misión de salvar al gobierno. Este gobierno tiene que intentarlo si quiere que el tiempo hasta las nuevas elecciones no sea un verdadero suplicio, sino una oportunidad. Puede que la aritmética parlamentaria no sea favorable, pero si no lo intenta la sociedad progresista no podrá suponer siquiera que este gobierno está de su lado.

En suma, España no es un país de derechas: es un país que está esperando que la izquierda vuelva a hablarle. Si la izquierda no ocupa ese espacio, lo hará la desafección; y en un contexto de desafección, la derecha y la extrema derecha crecen inevitablemente. Si la izquierda no hace nada, o directamente se rinde, habrá gobiernos de derechas para mucho tiempo; pero si se anima a dar la batalla… hay muchas más posibilidades de ganar de lo que parece. Merece la pena, ¿no?

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