Fin del puerperio social
Ahora que el calor aprieta y las terrazas están llenas, las calles recuperan sus sonidos, hay colas en las tiendas de ropa, vuelven los atascos de fin de semana, y las agendas están otra vez llenas de citas y compromisos, a veces cuesta creer lo que ha pasado. Es como una leve sensación de irrealidad que asalta de repente: demasiado en tan poco tiempo, pero también demasiada prisa por la normalidad, sin apenas espacio para la digestión de lo vivido.
El confinamiento, con su aislamiento, ha sido un puerperio social: las ciudades vacías y silenciosas, la vida adentro, los ritmos enlentecidos y trastocados, las noches de incertidumbre y de insomnio. Un tiempo loco que mezcla angustia y cansancio con momentos delicados en los que piensas, como una revelación, que, en realidad, no hay nada tan importante como lo que sucede ahí dentro, delante de ti, al lado de ti.
El puerperio es, en cierta medida, un aislamiento: en pocos momentos sientes con tanta fuerza la brecha entre el ritmo y las necesidades de afuera -lo que ves en la tele, el trabajo, la familia, los amigos, los bares, tus propias expectativas- y la vida propia, abierta en canal de repente por un ser nuevo, con todos los cambios, también existenciales, a cuestas. Es también un aislamiento interno, un periodo en el que cuesta sacar el sentir propio con toda su fuerza, en el que cuesta renunciar a ese afuera y en el que cuesta esperar.
Como escribe la periodista argentina Luciana Peker, la cuarentena parece excepcional pero se parece al puerperio: “Y justamente a la singularidad de cómo lo viven las madres: nunca igual”. El aislamiento obligatorio de la cuarentena ha sido ese puerperio en el que todo el mundo se ha visto obligado a lidiar con sus sombras, a escuchar el silencio y a esperar, aunque cada cual a su manera y con sus fantasmas.
Y como en un puerperio hay quien espera que de la noche a la mañana todo siga igual. Venga, date prisa, corre. Qué agotamiento: todo el rato acelerando los momentos que nos toca vivir, sobre todo cuando no cuadran con ese ritmo vertiginoso del 'hay que hacer todo el rato cosas', 'hay que ser productiva', 'hay que aprovechar el tiempo'. Yo también soy así: me he cansado de eso, pero al mismo tiempo me cuesta salir de la rueda y el desconfinamiento no ayuda.
Porque en lugar de aprender de lo vivido da la sensación de que nos deslicemos, una vez más, por la pendiente de lo rápido, lo inevitable, 'lo normal'. Vuelve a costar distinguir qué es lo que una necesita y qué es lo que el mundo espera porque todo se ha puesto en marcha veloz y parece que se trate de caminar rápido hacia la 'normalidad', casi sin tiempo ni espacio para ver cómo estamos, qué necesitamos individual y colectivamente, cómo vamos a procesar todo lo que nos ha pasado.
Porque, como cuando transitas un puerperio, nada nunca vuelve a ser igual que antes, o no exactamente.
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