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Hablando de corrupción

Imagen del líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, en la plaza madrileña de la Marina Española antes del parón de agosto.

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El Partido Popular no cabe en sí de la dicha. Además de encabezar holgadamente las últimas encuestas de intención de voto, se le ha aparecido la Virgen en el terreno judicial con la sentencia del Tribunal Supremo sobre el escándalo de los ERE. Y lo ha hecho con un regalito sorpresa bajo el brazo: la condena a seis años de prisión al expresidente de la Junta andaluza, José Antonio Griñán. Si nada lo remedia, el exministro y expresidente del PSOE irá a la trena por un delito de malversación que el mismo tribunal no había detectado siete años atrás, antes de devolver la causa a los juzgados de Sevilla cuando Griñán y el también expresidente andaluz Manuel Chaves, los dos acusados más notorios, perdieron su condición de aforados.

Con base en un cálculo más que discutible de la cuantía del fraude, el PP ha logrado instalar en buena parte de la opinión pública la idea de que se trata del caso de corrupción “más grande de la democracia”, con el evidente propósito de minimizar sus propios y numerosos escándalos. Poco después de conocerse el fallo, el presidente de los populares, Núñez Feijóo, sostuvo en el comité ejecutivo del partido que la sentencia del caso Gürtel, que propició la moción de censura de Pedro Sánchez contra Mariano Rajoy, fue “muchísimo menos grave” que la de los ERE; a continuación, con el aire magnánimo del perdonavidas, afirmó que no va a utilizar “ningún caso, por demoledor que sea”, para desacreditar al PSOE. Lo que faltaba: que una persona que no ha explicado de modo convincente sus viejos paseos en yate con el narco Marcial Dorado; que llegó a la presidencia del partido en una operación que se cobró la cabeza de su antecesor, Pablo Casado, por haber denunciado un escándalo de corrupción en el gobierno madrileño, y que ha eludido cualquier pronunciamiento sobre la sucesión de escándalos que ha protagonizado en los últimos tiempos el PP, pretenda impartir lecciones de honorabilidad a otra formación política.

No albergo la menor duda de que en torno a los ERE hubo corrupción. Que una porción significativa de dinero público se utilizó para beneficiar a amiguetes o engrasar las redes clientelares del socialismo andaluz. Que más de un bribón se lucró personalmente con comisiones y otros tejemanejes. Pero presumo, salvo que se me demuestre lo contrario, que la mayor parte del programa de subvenciones —680 millones de euros a lo largo de una década— tuvo el destino correcto y ayudó a muchos empresarios y trabajadores en duros momentos de crisis. Sostener que se robaron todo ese dinero, como hacen el PP y sus medios afines para apuntalar el estribillo del “mayor caso de corrupción de la democracia”, es como afirmar que las seis grandes constructoras que manipularon durante 25 años las licitaciones públicas se robaron la totalidad del dinero destinado a las obras. Con esta reflexión no pretendo, ni mucho menos, relativizar la importancia del fraude, sino poner las cosas en su justa dimensión.

Es probable que, como recalca el PSOE, Chaves y Griñán no se hayan robado ni un duro. Pero ese argumento no atenúa la gravedad de lo sucedido. Sin embargo, hasta que se publique el texto íntegro de la sentencia será difícil determinar qué tan fundadas están las condenas, sobre todo las que conciernen a ambos expresidentes de la Junta por prevaricación y, en el caso de Griñán, por malversación. Lo que sabemos de momento es que varios expertos consideran que estas últimas son jurídicamente “descabelladas”. Una “monstruosidad”, en palabras del constitucionalista Javier Pérez-Royo. Y que dos de los cinco magistrados de la sala del Supremo han presentado voto particular a la sentencia, lo que revela una clara división en el tribunal.

Ignoro si, podados los cálculos alegres del PP, el fraude de los ERE se mantendría de todos modos como el más cuantioso de la reciente historia democrática. Incluso si podría entrar en el libro de récords Guiness como el más grande de la historia de la humanidad. Lo que tengo claro es que este caso de corrupción, que tuvo lugar entre 2000 y 2009 y estuvo circunscrito a Andalucía, es el único al que suele aferrarse el PP para afear la conducta de los socialistas. En cambio, la lista de escándalos de los populares es inabarcable y se extiende por diversos territorios del estado, a tal punto que varios de ellos han confluido en la Audiencia Nacional. Muchos aún colean en los tribunales; otros son tan recientes como los de las mascarillas en el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid, que, más allá de sus derivadas judiciales, revelan una forma nada edificante de entender el bien público. No sobra recordar que, en su sentencia sobre la denominada primera época del caso Gürtel –ese que Feijóo ha dicho que es “muchísimo menos grave” que el de los ERE—, el Supremo estableció que el PP fue “partícipe a título lucrativo” del latrocinio.

Y no hemos hablado de la otra corrupción, entendida en su acepción de putrefacción, que afecta la médula de las instituciones y la propia democracia. De eso nos ocuparemos en una próxima columna. Ahí nos encontraríamos con la tristemente célebre ‘policía patriótica’ que se montó desde el Ministerio del Interior bajo el mandato de Rajoy para espiar y destruir a adversarios políticos. O la “falsedad electoral” con que el PP madrileño ganó los comicios autonómicos de 2007 y 2011, según estableció en su investigación sobre la vertiente madrileña del caso Púnica la Fiscalía Anticorrupción, que días atrás exoneró a la expresidenta Esperanza Aguirre por falta de indicios –como es habitual, los lugartenientes se ocupaban de las alcantarillas— o por prescripción de delitos.

Con todos estos pecados de su partido a cuestas, hace bien Núñez Feijóo en decir que no utilizará la corrupción como arma política contra el PSOE. Habla bien de su proverbial sentido de la prudencia.

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