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Jueces de bata blanca

Un grupo de sanitarios se manifiesta en defensa de la atención primaria.

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De acuerdo a cierta imagen idealizada y profundamente errónea, mientras en lo político reinan el desacuerdo y la polémica, lo jurídico dibujaría un remanso de luz y claridad en el que todo se halla firmemente establecido de acuerdo a principios y reglas inmutables. Frente al guirigay de lo político, la infalible quietud de lo jurídico. Si todavía quedaban defensores de esta suerte de estampa, supongo que la pandemia se habrá llevado por delante, junto con decenas de miles de vidas, la certeza que al respecto pudieran albergar.

Ya en mayo del presente año pudimos asistir a una primera demostración de que, en lo tocante a su seguridad y certeza, lo jurídico se encuentra lejos de configurar algo parecido a un teorema matemático. Una vez agotada la vigencia del estado de alarma, los Tribunales Superiores de cada comunidad autónoma tenían que avalar, o no, las medidas sanitarias acordadas por los diferentes gobiernos autonómicos. La discrepancia judicial era tan profunda que afectaba, primero, a la mera cuestión de la posibilidad de que tales medidas se tomaran. De acuerdo al Tribunal Superior de Justicia de Valencia, la ley 3/1986 no solo permitía a los gobiernos autonómicos adoptar unas u otras medidas, sino que, si no fuera así, tal ley “no tendría razón de ser ni sentido”. Una contundencia interpretativa que no convencía a sus homólogos del País Vasco, que estimaron que “nuestro ordenamiento jurídico no permite que las comunidades autónomas puedan acordar, fuera del estado de alarma, medidas restrictivas de derechos fundamentales con carácter general no individualizado”.

Por descontado, si ni siquiera había acuerdo a la hora de decidir si las medidas eran o no legales, imagínense a la hora de decidir qué medidas. No ha habido tribunal ni juez que no se haya lanzado – con una contundencia y seguridad dignas de mejor causa – a establecer nada menos que juicios de proporcionalidad entre las medidas sanitarias adoptadas y los efectos previsibles de la misma de cara a mitigar la pandemia. Y así hemos visto a jueces avalar el toque de queda y a otros prohibirlo; a jueces establecer la pertinencia de los cierres perimetrales y a otros negarla; a unos estimando la eficacia de restringir las reuniones y a otros dictaminar, muy serios, que pelillos a la mar; y a los de más allá, por último, calibrar el número exacto - ni uno más, ni uno menos - de comensales que resulta aconsejable que compartan mesa en una terraza de cara a evitar la propagación del virus.

La reciente sentencia del Tribunal Constitucional no ha venido más que culminar esta sorprendente deriva. No en lo relativo al contenido – no hemos visto, todavía, a los miembros del Alto Tribunal metidos a epidemiólogos de baratillo, pero, al paso que vamos, todo se andará – pero sí en lo tocante a la completa indefinición jurídica que la propia sentencia viene a reflejar. 6 vocales contra 5. Los votos particulares traslucen además argumentaciones completamente dispares no ya en su conclusión, sino sobre todo en su propia perspectiva, en su mera concepción, si queremos. Y, lo que es más significativo, no hay ninguna línea ideológica clara. Es curioso: la ideología, aunque deplorable siempre cuando se mezcla con lo jurídico, por lo menos responde a un orden previo, a una estructura, a cierta estabilidad interpretativa. Aquí, ni eso. La palabra es guirigay, como lo fue en mayo con las diferentes decisiones de los Tribunales Autonómicos. Y, si la ley lo puede decir todo, entonces es evidente que no dice nada.

Hace unos meses, un juez – creo que del Tribunal Superior vasco, pero me ahorro a mí mismo el esfuerzo de buscar en internet quién era: qué más da – dijo algo así como que los epidemiólogos eran médicos de familia con un cursillo extra. Si esa es la mentalidad de parte de la judicatura, no es de extrañar lo que está ocurriendo. No sé qué inaudita querencia empuja hacia este estado de cosas – solo en España, al parecer - pero yo al menos algo tengo claro: “salus pública” no significa, como muchos se empeñan en traducir, “salud pública”; significa “salvación pública”.

Son los médicos, los científicos, los sanitarios y los equipos de salud los que nos están salvando la vida. Son ellos – y los políticos que hemos elegido - los que dirigen esa campaña de salvación y toman las decisiones que creen más oportunas. Por supuesto que están limitando nuestros derechos: no hace falta que los tribunales nos lo recuerden, lo sabemos y lo entendemos desde el primer muerto. Si hubiera un consenso jurídico apabullante, inmaculado, pétreo e indiscutido, de acuerdo. Pero, como es obvio que no lo hay, hay una salida muy sencilla, que resulta perfectamente legítima desde un punto de vista jurídico a tenor de no pocas interpretaciones, y que consiste en dejar hacer a los especialistas médicos y en no poner palos en las ruedas. Ellos responden ante la evidencia científica y ante su vocación de servicio. Los políticos responden ante nosotros cada cuatro años. Los jueces aplican la ley. Así que, si no la tienen muy muy muy muy clara y además hay gente muriendo, déjenles a ellos.

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