La justicia social, esa simpleza
¿He sido simple como un animal, señor, o he estado pensando? (Djuna Barnes)
Claro que da igual que el 20 de febrero fuera el Día de la justicia social, ese concepto que hace referencia a la igualdad de oportunidades y de derechos humanos básicos. Qué cosa más tonta eso de dedicarle una jornada a asuntos que nos ocupan, lo queramos o no, las 24 horas de todos los días durante toda la vida. Porque en realidad, nombrándola o sin nombrarla, para contribuir a ella o para negarla lo cierto es que la justicia social –o su ausencia– está siempre presente. El caso infanta, el caso Soria, el caso Rato, el caso Pujol. Lo que dejan implícito, eso que queda flotando en el aire como un mal olor al paso, es el aroma difuso de la injusticia social.
Con qué naturalidad asume una mayoría de la población que algo tan básico no se cumpla, y cómo se prefiere un discurso abstracto en lugar de concretar su denuncia: ante la mera sugerencia por parte de Manuela Carmena de la posibilidad de que a los niños en el colegio se les mostraran las desigualdades sociales de la ciudad donde viven, Begoña Villacís, de Ciudadanos, puso el grito en el cielo a través de Twitter, tildando la intención de algo “gravísimo”. ¿Gravísimo que se señalen esas injusticias o su existencia?
Lo cierto es que Madrid es una de las ciudades con más desigualdad social. Sin ir más lejos, puedo verlo cada día en el barrio “afortunado” donde vivo. Hay gente que se instala a pedir en la misma esquina, de lunes a domingo, con la regularidad de quien acude a un trabajo de oficina. Una de estas personas lo hace en uno de los tramos de calle más sucios. Y cuando paso por ahí y le veo tantas horas sin hacer nada, solo, de pie, con la mano extendida... la ecuación me parece de lo más sencilla y me pregunto si el Ayuntamiento no podría darle un sueldo mínimo para que mantuviera limpia esa zona. La simpleza con la que me hago esta pregunta contrasta con el enrevesado discurso críptico con que suelen responder los defensores del mercado –o no sé bien de qué– ante observaciones –bobas– de este tipo.
Elena Álvarez Mellado escribía esta semana un artículo acertadísimo sobre el lenguaje incomprensible de los juzgados, “Señoría, no le entiendo”. Me hizo recordar a las palabras del economista asesinado en el atentado de Charlie Hebdo, Bernard Maris, que en el documental La antilección de economía señalaba que la palabrería económica se utiliza a menudo para ocultar verdades muy simples. Lo que quiere “el mercado”, lo que necesita “la bolsa” da paso a una complejidad buscada que tiene un fin evidente: ejercer un poder sobre todos aquellos que no lo entiendan.
eldiario.es publicó hace unas semanas una entrevista con la economista estadounidense Pavlina Tcherneva que me llamó la atención precisamente por la claridad con que expresaba unas ideas también muy sencillas: “Los costes del desempleo son enormes comparado con un trabajo garantizado”, decía. Ella aboga por un “Programa de Empleo de Transición”: se trataría de la creación directa de empleos públicos. El acceso a un empleo garantizado con un sueldo base. De manera que cuando la persona tenga oportunidad de pasar a puestos de trabajo mejor remunerados en el sector privado lo deje si quiere, pero que siempre pueda volver a ello. Se trataría, en definitiva, de una especie de “seguro de empleo”. Tcherneva es una de las exponentes de la “teoría monetaria moderna”.
El sector público no puede operar con la lógica del sector privado: minimizar costes y maximizar ingresos. Su medida de valor es, tiene, que ser otra: resolver el problema común que nos incumbe a todos. A veces me pregunto qué puedo aportar yo aquí, en esta columna, si no tengo los conocimientos técnicos de un especialista y en ocasiones –como esta– ni ganas de ironizar para construir un texto ingenioso. A lo mejor la respuesta es esta: una mirada simple.
Enredados por las ramas es fácil perder de vista lo básico, que a veces está ahí, a dos palmos, solo hay que escarbar un poco. Como las ruinas romanas encontradas de pronto en Guadalajara que han estado ahí siempre. Es asombroso. A veces resulta que la mejor solución para el problema más complejo es la más sencilla. A eso le llaman los matemáticos belleza.