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No es ganar un pulso, sino ganar un país

Pedro Sánchez, Nadia Calviño, Yolanda Díaz y Teresa Ribera aplauden tras la intervención de Yolanda Díaz en la moción de censura de Vox

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Le decía Feijóo a Tamames que, si fuera su hijo, no le habría permitido hacer lo que está haciendo. Tiene Feijóo 61 años: lleva ya más de 30 en política o desempeñando cargos institucionales. Pero se imagina él desempeñando el rol del hijo; hace unos años, en la política española, y conviene no olvidarlo, los hijos en la política española estaban a finales de la veintena o mojándose los pies en los treinta. El 15-M rejuveneció extraordinariamente una política española en ocasiones tan senecta como el mismísimo Senado: quienes se sentaban por primera vez en escaños eran tachados, como pasa ahora hasta con el Gobierno en Chile, de jovencísimos inexpertos, nuevas generaciones de macarras con rastas sin consideración por el decoro. Pero también los niños del 15-M crecieron —todos los niños crecen, como en el Peter Pan de Barrie—; hoy, la política es más anciana que hace ocho años.

En consecuencia, están también los jóvenes más desconectados de ella. No se trata sólo de que la observen con desconfianza, sino que no se encuentran —o se encuentran menos, se encuentran poco: ya no se encuentran generacionalmente— ni en sus discursos, ni en sus temas, ni en sus representantes. Creo que no deberíamos empeñarnos en repartir las culpas sobre quién acabó —y de qué forma se hizo— con las ilusiones en aquel momento alzadas, cómo se gastaron esas balas o los esfuerzos que no volverán. Hay conclusiones para las que no hacen falta ni cinco minutitos de reflexión; acaso treinta segundos, a lo sumo: los jóvenes ni conocen a Ramón Tamames ni les importa su figura —¡normal!— y nada puede ahuyentarlos más que un histórico profesor aspirante a unos dos días de gloria que no le fueron concedidos en su momento.

Lo interesante no es, pues, que lo que nunca va a interesar interese. Como se ha insinuado con buen criterio hasta por parte del Partido Popular, la moción le sirve de algo a Tamames —que se lleva un masaje a su ego y un último desconcierto ante los modales y costumbres del siglo XXI—, de poco a Vox —que transmite la imagen no de un partido más constitucionalista y competitivo, sino simple y llanamente de un partido cutre— y de bastante, dentro de lo que cabe, a la izquierda. No es casual que Ángeles Caballero titule su artículo sobre la moción, por ejemplo, “Que no lo llamen moción de censura: es el discurso de investidura de Yolanda Díaz”. En palabras de Cuca Gamarra: la moción está sirviendo “para que Sánchez sobreviva, para que Yolanda Díaz se luzca y para que Vox aparezca”.

El otro día leía una reflexión interesante: que el espacio político que recubre en Argentina la coalición del Frente de Todos, que va desde Cristina Fernández de Kirchner hasta Sergio Massa, de Axel Kicillof a Alberto Fernández, del socioliberalismo y la socialdemocracia con tics centristas a la “izquierda” —toda traducción es imposible y un engaño, pero así nos entendemos— patriota-peronista argentina, es bien parecido en su extensión al de los partidos del Gobierno de coalición. Lejísimos quedan los tiempos en los que Podemos ambicionaba el sorpasso al PSOE y la apertura de grandes transformaciones y procesos constituyentes: todos buscan ahora que el espacio siga relativamente unido haciendo funambulismos con las uniones entre sus partes.

¿Cuál era el resultado de las loas que Díaz dirigía a los miembros del Ejecutivo? De alguna manera, lejos de las formas más agresivas que ha tendido a estilar el socio minoritario, el Gobierno daba una imagen de cohesión alrededor de la vicepresidenta, y los ministros parecían ya no sólo ministros del Gobierno, sino sus ministros. No es baladí, con la valoración que tiene su figura, lograr transmitir esa idea, esa imagen, esa expectativa. Sobre todo, cuando el marco alternativo pronto será una pregunta recurrente sobre el drama de las negociaciones con partidos, las primarias abiertas, los vetos cruzados y la ropa sucia que cada uno escoge lavar en público.

No hace falta ni decir que a quienes Yolanda Díaz ha de hablar les importan nada y menos los psicodramas partidistas. A nadie se le escapa que, hoy en día, la gente ve los partidos como instituciones deficientes a evitar y de las cuales desconfía; a nadie, quizá, salvo a quienes fingen desde dentro no desconfiar de ellos. Es probable —siempre puede, qué sabemos nosotros, caer un meteorito y evitarlo— que el 2 de abril Yolanda Díaz confirme lo que ya se intuye tras su intervención. 

La pregunta que más tendría que interesarnos no es cómo acabará el paripé de los entendimientos, sino si se tratará de hacer otra cosa que no sea ese paripé: si Yolanda Díaz podrá ofrecer algo frente a esa política hoy más anciana, si hay modos de reactivar esperanzas, si se hablará más de lo que a la gente le importa y menos de tanta banalidad inaguantable. Es importante solventar las mesas de negociaciones, pero no hay que olvidar que no se trata de ganar un pulso, sino de ganar un país. Si uno pierde demasiado tiempo en lo primero, es imposible que logre en lo más mínimo lo segundo. La moción de Tamames es un intento de Vox de aguantar en el pulso con el Partido Popular un ratito más, y por ello está condenada de antemano. Si la izquierda se obsesiona con sus propios juegos de recreo, que Dios nos pille confesados.

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