¿Nuevas propuestas económicas en la cuna del Imperio?
Parece que soplan nuevos aires en el Partido Demócrata de Estados Unidos. Aires renovadores que buscan recuperar la mejor -y casi olvidada- tradición progresista de ese partido, reorientándole hacia posiciones de izquierda, ante la evidencia de su prolongado alineamiento con las élites económicas. Un alineamiento que ha comportado un paulatino alejamiento de las mayorías sociales (y muy especialmente, de los sectores más desfavorecidos), al tiempo que una cada vez más clara impotencia frente a los principales problemas sociales del país. Quizás este giro sea uno de los pocos efectos positivos que ha traído el inmenso desastre de la presidencia de Trump.
Así parecen consignarlo las propuestas de algunos de sus principales portavoces: desde los veteranos Bernie Sanders y Elizabeth Warren hasta algunas de las más jóvenes figuras que han salido a la palestra tras las elecciones de medio mandato, particularmente Kamala Harris y, sobre todo, Alexandria Ocasio-Cortez y su New Green Deal. Y así se refleja (y de una forma tan rotunda que no deja de sorprender en el panorama político estadounidense) en un reciente manifiesto de una de las instituciones más influyentes en la tupida red demócrata de laboratorios de ideas: el Instituto Roosevelt. Lleva por título “New Rules for the 21 st Century” y, con un prólogo del Nobel Joseph Stiglitz, aspira a sentar las directrices de un nuevo programa económico demócrata. Sintetiza así las bases de esta nueva sensibilidad ideológica que parece ir calando en sectores influyentes del partido, postulando ideas que -como el propio documento reconoce- hubiesen parecido impensables unos años atrás. Y ello pese a que no puedan considerarse en absoluto radicales, buscando asentarse siempre en el terreno del pragmatismo y del posibilismo, si bien trasciendan ampliamente el keynesianismo avanzado al que se remitían hasta hace no mucho las tendencias demócratas más progresistas.
Son ideas que parten de la constatación de la nada boyante realidad socio-económica del país (por más que determinadas variables macroeconómicas y los beneficios de las grandes empresas puedan hacer pensar lo contrario), caracterizado por muy graves problemas interconectados, que el manifiesto considera que sólo se puede combatir encarando de forma decidida los factores estructurales que los producen, fruto del “doble golpe” que las élites económicas fueron capaces de asestar y mantener desde mediados de la década de 1970. El doble golpe neoliberal constituido por la eliminación de controles a las grandes corporaciones y por la supeditación del sector público a sus fines, debilitando y desprestigiando su capacidad de intervención en la economía, cooptándole (y corrompiéndole) crecientemente y reorientando cada vez más explícitamente su actividad en favor de las mayores fortunas y las mayores empresas. Un doble golpe que ha posibilitado que ese poder económico incontrolado sea cada vez más capaz de hacer “... lo que hace mejor: replicarse y concentrarse”. Nada nuevo, desde luego, en el pensamiento progresista, pero sí, cuando menos, llamativo en uno de los más prestigiosos think tanks demócratas.
No menos singular -por coherente- es la línea de actuación defendida frente a este doble golpe: ya que la concentración de poder en manos privadas está en el origen de los problemas, es imprescindible debilitar y redistribuir ese poder; es decir, modificar las estructuras de poder de forma que el sector público pueda disponer de una capacidad y una autonomía de actuación que hoy no tiene.
Lo que el manifiesto plantea frente a esta situación es ni más ni menos que un contundente “doble golpe” en sentido contrario, capaz de contrarrestar el dado por las élites: 1) reducir el poder corporativo y 2) fortalecer la capacidad de actuación del sector público en servicio del conjunto de la sociedad.
Razones de espacio me impiden entrar aquí en el segundo punto (por otra parte, el más débil, en mi opinión, del documento), pero creo que merece la pena detallar las líneas maestras del primero, que coinciden en buena medida con planteamientos a los que están llegando cada vez más muchos sectores de la izquierda europea, en lo que constituye un esperanzador punto de encuentro -al menos teórico-.
1. Una política impositiva claramente enfrentada a los privilegios de las personas de mayores renta y riqueza y de las grandes empresas: mayores impuestos de sucesiones, donaciones y patrimonio, elevación de los tipos marginales en los tramos más altos del impuesto sobre la renta, mayores tipos para las plusvalías y los rendimientos del capital y mayores impuestos a las grandes corporaciones.
2. Severas limitaciones al control del poder económico sobre la economía. Frente al desmedido crecimiento del grado de concentración empresarial (que genera no sólo desigualdad y concentración de poder, sino también problemas económicos múltiples y que resulta innegable ya para la más sólida literatura económica), el manifiesto propone cuatro líneas de actuación prioritarias:
- El endurecimiento de las políticas de defensa de la competencia (anti monopolios y oligopolios) y de protección de consumidores y proveedores, reduciendo la carga de la prueba para las partes afectadas con menor poder en casos de abusos de mercado y denuncias de malas prácticas.
- Un control mucho más exigente de las fusiones empresariales, tomando en consideración no sólo sus efectos en accionistas y consumidores, sino también en los trabajadores y restantes partes afectadas.
- Una mayor regulación de las plataformas tecnológicas, que en muchos casos debieran ser entendidas como infraestructuras básicas para la vida actual y que se benefician de externalidades que no pagan (como la investigación de base que en muchos casos es costeada por el sector público, como viene poniendo de relieve Mariana Mazzucato) y cuyo crecimiento exponencial está consolidando monopolios de una dimensión y de un peligro como hasta ahora no se habían conocido.
3. Debilitar el poder de los accionistas en las grandes empresas: la ofensiva neoliberal ha comportado también una intensificación del peso de los mayores accionistas en el gobierno de las grandes empesas, que ha conducido a una cada vez más acusada reorientación de la gestión empresarial hacia la maximización inmediata del beneficio y del valor de la acción. Un objetivo que se consigue frecuentemente a expensas de los intereses de los demás partícipes en el proyecto empresarial y que viene empujando a las grandes empresas hacia un cortoplacismo creciente, que genera problemas muy graves para el conjunto de la economía y para la propia sostenibilidad empresarial a medio-largo plazo. Pero es algo que, además, implica una monopolización de los derechos de participación en el gobierno corporativo frente a todos los demás agentes que contribuyen de forma significativa en la generación de valor empresarial. Frente a ello, y aparte de una regulación más limitadora de las recompras de acciones, el manifiesto demócrata reivindica con firmeza la entrada de esos agentes -y particularmente, pero no sólo, de los trabajadores- en los órganos de gobierno y un decidido cambio en los incentivos de la alta dirección de las empresas para que enfoquen la gestión atendiendo al óptimo valor compartido de todos ellos y, en definitiva, al interés del conjunto de la empresa. Un planteamiento que comporta una clara tendencia a la democratización empresarial -fundamental para una profundización en el nivel de democracia general- y para el que hay ya abundante fundamentación.
4. Combatir el control de las finanzas en la economía: la desregulación financiera ha estado en la base de un crecimiento explosivo y una intensa transformación del sector financiero que ha conducido a un condicionamiento creciente de la actividad empresarial (y sobre todo de las grandes empresas cotizadas) por los mercados financieros, con un protagonismo en aumento de los mercados de capitales y de los grandes inversores institucionales (fondos de inversión y similares), de los que depende cada vez más la financiación de las grandes empresas, cuyas estrategias condicionan crecientemente. Dado que estos mercados e inversores aspiran inevitablemente, por su propia naturaleza, a la maximización permanente del valor de sus inversiones, refuerzan intensamente la orientación empresarial cortoplacista hacia la maximización del valor accionarial (para un mayor detalle, ver aquí). Al tiempo, buena parte de la actividad financiera se está autonomizando de la actividad productiva para orientarse a prácticas de intermediación puramente especulativas, en las que se consiguen tasas de beneficio mucho mayores, pero que aportan poco o nada a la sociedad y que incrementan poderosamente los niveles de endeudamiento y riesgo. Algo, todo ello, frente a lo que el manifiesto propone una profunda intervención pública en el sistema financiero, fortaleciendo la capacidad regulatoria y supervisora pública, controlando con mayor rigor los niveles de eficiencia, endeudamiento y riesgo de las entidades financieras (y muy especialemte de la llamada “banca en la sombra”), reorientando su actividad hacia el sector productivo (con particular atención a las pymes), combatiendo la exclusión financiera, frenando la concentración bancaria y reduciendo el tamaño de las entidades sistémicas.
5. Fortalecer el poder y los derechos de los trabajadores: garantizando la cobertura de la legislación laboral a todos los trabajadores, potenciando el poder compensador de los sindicatos y ampliando la sindicalización y el alcance de los acuerdos colectivos, restaurando plenamente el derecho de huelga -muy limitado en EE.UU.- e impulsando la participación de los trabajadores en los órganos de gobierno de las empresas.
En definitiva, se trata de un llamamiento a la necesidad de revertir la abrumadora concentración de poder económico, que se considera el núcleo central que impide construir una economía y una sociedad más prósperas, equilibradas y sostenibles y que es cada día más capaz de condicionar estrechamente el carácter y la orientación de las políticas públicas, provocando problemas y peligros crecientes para la sana evolución de la economía, para la cohesión social, para el imprescindible afrontamiento de la problemática ambiental y para la propia calidad de la democracia.
Ciertamente, son planteamientos tras los que late una -quizás inevitable- contradicción: la reducción de la concentración de poder económico requiere cambios fundamentales en el funcionamiento de las instituciones públicas; instituciones que, sin embargo, ese poder penetra y condiciona profundamente. Por eso, como advierte lúcidamente un artículo reciente sobre el documento, sería necesario previamente reducir esa determinante influencia en las instituciones. Es el perverso círculo vicioso de todo planteamiento transformador, que seguramente no tiene una solución perfecta, pero que, desde el pragmatismo político, exige la dosis de optimismo necesaria para confiar en que, al menos en alguna medida, el cículo puede romperse.
Sea como fuere, desde luego parecería ingenuo pensar que las ideas del Instituto Roosevelt van a conformar las líneas maestras del nuevo programa demócrata frente a las próximas elecciones presidenciales: el conservadurismo del ecosistema político norteamericano es muy fuerte. Pero no es imposible que -en el clima de indudable inclinación hacia la izquierda de sectores representativos del partido- permee en alguna medida sus planteamientos. Si así fuera, no debería dejar de ser recibido con algún grado de ilusión: tanto por lo que pudiera contribuir a mejorar la situación económica, social y política del país como por lo que pudiera ayudar a asentar muchas de estas ideas en los programas de la izquierda europea con posibilidades de acceder a (o influir en) los gobiernos. Ideas compartidas en la teoría en muchos casos, pero frente a cuyo planteamiento en la práctica siguen existiendo demasiadas reticencias.