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El Palentino

Montero Glez

No sé dónde dejó dicho Luis García Montero que los bares nos hacen o nos van haciendo, hasta que los cierran para siempre y es entonces cuando nos deshacen.

Uno de esos bares que han formado parte de mi memoria sentimental es El Palentino, en Madrid, en la calle del Pez, haciendo esquina con una plaza malasañera donde ahora aparcan bicicletas y antes pasaban mandanga y asuntos más obscenos. Porque vengo de una generación doliente donde lo prohibido es lo más deseado y era ahí, en El Palentino, donde los de mi generación mezclaban memoria y deseo.

Bajo las luces excesivas, apoyados en el mostrador, empuñábamos la birra, esperando a que el camello hiciera acto de presencia. Pero ya se sabe que los camellos siempre tardan más de la cuenta; lo hacen para darse importancia y en aquellos días de los años 80, El Palentino tuvo su importancia porque era el bar de la espera; el andén donde el viajero apura un cigarro con instinto suicida, lanzando la colilla a la vía. Medios cubatas, boquerones en vinagre, papas fritas, pepitos de ternera, churros, buñuelos y serrín en el suelo para los días de lluvia.

Hace poco, en una de mis visitas fugaces a Madrid, agradecí verlo de nuevo, en la vieja esquina de siempre, y no pude resistir el impulso. Mi memoria me llevó a aquellos días de fiebre oscura, cuando las lumis se acercaban para pedirme fuego y los yonquis se apalancaban en la plaza a pasar la tiritona. Era la clientela más canalla del Madrid de entonces, una ciudad que sólo tenía sentido cuando llegaba la noche; una ciudad que se comía a puñaos y que siempre empezaba en el Palen, esperando al vendedor.

Entonces se podía fumar en los bares y en el retrete de cada uno de ellos, el espejo devolvía los interrogantes de todas las preguntas que se marcaban en mis ojeras cenicientas. Es posible que mis amigos de entonces sólo existan en mi recuerdo; todos están muertos, víctimas de la aguja, el virus y una inocencia que nunca dejó sitio al arrepentimiento.

Mientras Casto marcaba el borde de un vaso sobre el pan de molde para montar el sándwich de huevo frito, yo iba apuntando estas cosas en mi memoria con la esperanza de que ojalá nunca llegasen a ser escritas. Sobre todo porque vienen a dar la razón al poeta y la poesía y la razón nunca fueron compatibles.

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