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El problema no son los menores, es el racismo

El cartel xenófobo de Vox en la estación de cercanías de la Puerta del Sol de Madrid.

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Este fin de semana Samuel fue asesinado en A Coruña. Más allá de lo que se valore a nivel jurídico, lo cierto es que su homosexualidad no se había escindido de él cuando empezó a recibir golpes. Murió con ella, y por lo tanto el componente homófobo debe ser tenido en cuenta, más aún cuando hay testimonios que indican que los agresores emitieron comentarios sobre la orientación sexual de la víctima, al grito de 'maricón' y, posteriormente, de 'maricón de mierda'.

Samuel y su amiga Lina estaban hablando por teléfono con la novia de ésta, a través de una videoconferencia. Fue el uso de ese teléfono lo que originó la agresión, según los primeros indicios. Los atacantes habrían pensado que les estaban grabando con ese teléfono. Sin embargo, no golpearon a Lina, solo a Samuel, a quien llamaron “maricón”. Su homosexualidad no se desgajó de él en ningún momento yéndose cual Espíritu Santo. Se quedó con él hasta el final y es por tanto un elemento presente en lo ocurrido. Obviarlo sería renunciar a parte de sus circunstancias. Por ello es lógico y preciso que se investigue hasta el detalle, más aún en un escenario social como el actual.

En solo unos días se han conocido públicamente al menos cuatro agresiones con componentes homófobos en nuestro país. En esos mismos días se han registrado varios ataques racistas, también con una persona asesinada como resultado. La justificación del odio hacia sectores vulnerables de nuestra sociedad es un hecho. Vivimos una época en la que la hipocresía ha sido sustituida por el cinismo: ya no hay necesidad de aparentar, porque los discursos propios de la extrema derecha se han normalizado. Algunos ya no disimulan al hablar de los derechos humanos de los demás y afirman alegremente que no hay derechos para todos, como si éstos fueran objetos tangibles y finitos.

En este contexto la Audiencia Provincial de Madrid ha emitido un auto que avala los carteles electorales de Vox -que estigmatizaban a los menores extranjeros- y en el que sus señorías indican que dichos menores representan “un evidente problema social y político”. Este tipo de afirmaciones son habituales en sectores poco formados en una cultura de Derechos Humanos. En esos ambientes se suele confundir a las víctimas con el problema; se señala como origen del conflicto no a quienes lo provocan, sino a quienes lo sufren, a quienes lo denuncian. Con esta dinámica opera la Justicia en la redacción de este auto.

El “problema social y político” no son los menores extranjeros que llegan con ganas de trabajar y de tener un futuro. El problema es el racismo. Del mismo modo, el problema no son las personas del colectivo LGTBI que intentan vivir en libertad, sino la LGTBIfobia creciente, alimentada no solo por la extrema derecha. También las personas activistas que luchan por los derechos de la gente más vulnerable sufren a veces acusaciones y condenas por agresión sin pruebas que lo demuestren, por el simple hecho de participar en protestas.

Es el caso de Isa Serra, en cuya historia el Supremo ha indicado que “ni las fotografías (…), ni los vídeos acreditan la participación de la acusada en las agresiones. Pero tampoco la desmienten en cuanto no recogen ni todo el episodio ni todas las perspectivas o ángulos posibles”. Con ello la Justicia ratifica su condena, sin pruebas. Las personas activistas son señaladas sin base en determinados circuitos, pero el problema real no son ellas, sino los abusos que originan sus protestas.

En los sectores poco conscientes del peligro de los señalamientos, las víctimas y sus defensores resultan molestos porque rompen presuntas armonías. La exclamación sincera en esos círculos sería algo así: “Hay que ver, con lo bien que estábamos, con la paz social que reinaba hasta que han llegado ellas pidiendo derechos y quejándose de que las matan, de que se las discrimina o de que se las estigmatiza”.

Como han indicado varias organizaciones de derechos humanos, los menores migrantes no acompañados son niños y niñas que están en situación de desamparo, necesitan protección y no deben ser señalados ni criminalizados. Si no se lucha contra el racismo y el lenguaje deshumanizador, se dará rienda suelta al miedo y a los prejuicios. Hacer política y estar en las instituciones no debe ser solo gestionar y ejecutar, sino también transmitir valores democráticos contra el odio.

En la obra de teatro Una noche sin luna Juan Diego Botto revive al Federico García Lorca de carne y hueso, humano, homosexual, comprometido políticamente. El espectáculo da visibilidad a ese Lorca enterrado no solo por sus asesinos, sino por un relato edulcorado y ad hoc. El hispanista Ian Gibson siempre lo ha subrayado: la homosexualidad de Lorca generaba repulsa y odio en determinados sectores. Sus posiciones políticas, evidentemente, también.

Lorca sigue siendo a día de hoy una de las causas por las que se admira a España en todo el mundo. “Yo también soy España”, dice el Lorca de Botto en Una noche sin luna. ¿Quién podría ser hoy en día el verdugo del poeta granadino? ¿Quién pretende mirar hacia otro lado mientras lo señalan? “¿Cómo es posible que no se quiebre el equilibrio del mundo cuando se produce un abuso?”, se pregunta Botto-Lorca en el escenario. ¿Cómo es posible que aún haya representantes públicos que participan en determinados señalamientos? ¿Cómo es posible que algunos colectivos sociales no sientan preocupación cuando los abusos se producen contra otros?

El 'evidente problema social y político' que nos atraviesa actualmente no son unos niños y niñas extranjeros desprotegidos, ni una comunidad LGTBI que intenta vivir en libertad, ni activistas que defienden derechos fundamentales, sino las dinámicas de deshumanización cada vez más cotidianas, normalizadas e incrustadas en las propias instituciones, donde unos cuantos necesitan un curso intensivo en Derechos Humanos.

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