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Prohibido jugar aquí

El centro de Teruel.

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Jugábamos sin grandes preocupaciones. Al escondite, a una variante del baseball, a piedra papel o tijera y a darnos pelotazos. Alguno siempre volvía a casa llorando y con sangre en las rodillas. Nos regateábamos ayudándonos de las paredes, de arriba abajo y vuelta a empezar. No había fueras ni tampoco porterías. La calle era nuestra o al menos esa era la sensación de los que vivíamos en el centro. Si había niños pequeños sueltos, era porque muy cerca había algún hermano mayor echando un ojo. Y eso era todo. Pura sencillez.

Si tu madre te daba cien pesetas, se calculaba todo con minuciosidad antes de poner el pie en el quiosco de al lado de la Catedral, en el de las escaleras de la plaza del Torico o en Dominguín. ¿Convivieron estos tres quioscos al mismo tiempo? Diría que no. Pero no lo recuerdo bien. Había otra tienda de chucherías pasada la Plaza de San Juan, al lado del bar La Parra. A esa acudía todos los jueves como en un pequeño ritual.

Las palmeras de chocolate eran prohibitivas. Y menos mal. Nos las comprábamos después de ir a las Viñas a jugar a bádminton. Los caramelos de gominola, los dedos de pica-pica, las bolsas de Fritos, las calaveras blancas rellenas de una pasta violeta, los tazos.

Salíamos toda la tarde, hiciera calor o frío. Poco a poco, nos aprendimos de memoria todas las calles de la ciudad, desde el Maravillas hasta la Glorieta. Más allá del viaducto, la cosa se complica para mí. Nos dábamos buenos golpetazos, nos tirábamos con bolsas de basura por la Andaquilla nevada. Muchos de los primeros besos se dieron en esa cuesta empedrada y resbaladiza a temperaturas gélidas.

Jugábamos porque era lo que teníamos que hacer pusiera lo que pusiera en las paredes o gritase quien quisiera por la ventana. Los porches no podían poseerse y tampoco las fachadas. No es que fuéramos maleantes, solo éramos niños. Pensé en todo esto estas navidades, cuando bajé a la calle con mis sobrinos y un balón de fútbol nuevo y reluciente.

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