Roald Dahl y la fábrica de hacer dinero
No hay lectores más libres de prejuicios que los niños: leen por gusto y lo que les gusta. Se tiran semanas en bucle leyendo el mismo cuento, aceptan sin pestañear que los protagonistas maten y mueran y que los padres abandonen a sus hijos en mitad de un bosque, les encantan las imágenes asquerosas y explícitas y ni se plantean que sea censurable que un personaje sea calificado de gordo, feo o calvo si la historia es buena y el personaje se lo merece, por adulto. Para ser honestos, tampoco tienen mucho respeto por la integridad de la obra, siempre que el sacrilegio de modificarla se haga con su complicidad: les hace gracia que incluyas morcillas, no parece importarles que en ocasiones metas la tijera aquí y allá y tampoco protestan si inventas un final alternativo para variar. Eso sí, al final siempre exigen que se pueda volver al original porque se saben de memoria sus cuentos favoritos, que suelen ser los más incorrectos y salvajes.
Escribo esto a cuento de los cientos de modificaciones sobre las obras de Roald Dahl que han realizado la editorial Puffin Books y The Roald Dahl Story Company, empresa que gestiona el legado del escritor, y que es propiedad de Netflix desde 2021. La mayoría de los cambios están relacionados con asuntos como el peso, la raza o el género, para que los libros sean respetuosos con todas las sensibilidades, y afectan a las novelas más célebres del autor, como Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda, James y el melocotón gigante o Las brujas. Para disfrazar mejor toda la operación, la reescritura se ha hecho en colaboración con la empresa Inclusive Minds (Mentes inclusivas), una suerte de consultora de literatura infantil que no tiene directores de proyecto sino “embajadores de la inclusión”, especialistas en detectar textos poco respetuosos y proceder a modificarlos o eliminarlos sin piedad ni respeto por el original ni por la opinión de los niños afectados. Una idea de negocio del siempre imaginativo sector de la consultoría a la que auguro un brillante futuro.
Las críticas de lectores, escritores, profesores y hasta del primer ministro británico Rishi Sunak no se han hecho esperar porque Dahl es un autor similar al Faulkner de Amanece que no es poco: hay verdadera devoción por él. Que sea irreverente y transgresor es una de las causas de esta devoción, y a la edad a la que leen a Dahl (a partir de los 8 o 9 años) los niños ya separan la realidad de la ficción y al autor de su obra, sencillamente porque el autor les suele importar un rábano y ni saben ni les condiciona que haya sido antisemita o misógino, como es el caso. Dahl no puede opinar de este asunto porque murió en 1990 pero cuando estaba vivo su obra ya recibió críticas de todo tipo. Aunque llegó a reescribir algunas escenas de sus libros (los Oompa Loompas eran pigmeos negros en la primera edición de Charlie y la fábrica de chocolate), siempre respondía con la misma frase en alusión al único colectivo que parecía importarle: “Nunca recibo protestas de los niños”.
Como no hay ningún caso documentado de niños ofendidos por Dahl, podemos afirmar que esta polémica es cosa de adultos. Adultos interesados en velar porque Dahl siga siendo lo que siempre ha sido desde el punto de vista editorial: una fábrica de hacer dinero. Si el nuevo Dahl ya no dice “gordo”, sino “enorme”, quizá no sea para no ofender a los gordos, sino para seguir manteniendo las ventas en un sector de la sociedad que no distingue la gordofobia en la vida real y la ficción. Si Matilda ahora lee a Jane Austen en lugar de a Conrad, y a Steinbeck en lugar de a Kipling, podemos suponer que es porque Austen y Steinbeck están más en consonancia con la lista de libros más vendidos y, de paso, con el cambio ahorras a los padres el trago de explicar a sus hijos que el mundo no ha sido siempre tal y como ellos lo conocen, que existió el colonialismo y que existen el racismo y la discriminación por género.
Las modificaciones en las obras de Dahl son sustanciales y van más allá de la actualización del lenguaje en otras obras infantiles, en las que se sustituye “emparedado” por “bocadillo”. Abren un camino peligroso que no solo afecta al sentido de la obra (Matilda es el personaje que es también porque ha leído a Kipling) sino a su futuro. Jane Austen puede ser hoy una autora políticamente correcta y mañana un ejemplo de la ansiedad femenina por el matrimonio. Habrá que sustituirla entonces por otra escritora, por ejemplo Virginia Woolf, más feminista y con menos clichés masculinos en su obra, hasta que se llegue a la conclusión de que no es bueno para la salud mental de los niños que sus autoras de referencia se quiten la vida. Y así interminablemente.
Si las distintas sensibilidades a lo largo de los años modifican las obras originales puede que en el futuro nadie sepa lo que en realidad escribió y quiso contar el autor. Al margen de la legalidad de estas prácticas, que en España parece cuestionable por el derecho del autor a la integridad de su obra protegido por la Ley de Propiedad Intelectual, con ellas no salvaremos a nuestros hijos del racismo, el machismo o la homofobia. Al contrario, haremos que les cueste más detectarlos porque les proponemos un mundo ficticio ideal en el que esas discriminaciones no existen y, al mismo tiempo, les quitamos la oportunidad de desarrollar pensamientos críticos. Es bueno que sepan que sociedades como la nuestra han avanzado en derechos e inclusión, porque sabiendo lo que pueden perder, lucharán por conservarlo. A eso, además de a pasar unos ratos muy divertidos con nuestros hijos, nos ayudará mucho más el Roald Dahl incorrecto, prejuicioso y salvaje. El Roald Dahl original.
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