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Suicidios

José Antonio Pérez Tapias

Miembro del Comité Federal del PSOE. —

Hay noticias cuyo impacto uno no debe eludir. Una especie de disciplina psicológica, más indispensables dosis de la sensibilidad social que debe ser propia de la conciencia moral, han de hacer que obremos así. ¿Podemos pasar de largo, sin más, ante las páginas de la prensa en la que se nos informa, como recientemente ha ocurrido, de que un matrimonio se suicida, tras acabar con la vida de su hija, de 28 años, afectada por una grave discapacidad? Lo sucedido en Pontons, localidad próxima a Barcelona, debe inducirnos a reflexionar. No es fácil afrontar unos hechos de esa índole. Sin duda, sea cual sea la posición moral de cada cual respecto al suicidio –y sin olvidar que en este caso medió antes un homicidio–, lo acontecido concita ya en primera instancia sentimientos de piedad. Una corriente de dolorida empatía se desprende hacia quienes la desesperación condujo a una decisión tan dura como irreversible, de cuyos motivos, en este caso, sus trágicos protagonistas dejaron testimonio en escrito dirigido a otro hijo de la familia. Y después, desde el respeto, a poco que nos detengamos a pensar sobre los hechos, todo un conjunto de interrogantes se agolpan buscando respuestas, relacionando además este terrible caso con otros no menos desgraciados.

Las decisiones individuales, y más una como la de acabar con la vida de una hija y después quitarse la propia al unísono con la de la pareja, se deben indudablemente a factores personales que han activado determinadas motivaciones para la acción. Mas, por otra parte, no cabe prescindir del hecho de que los individuos no vivimos cual mónadas aisladas, sino en entramados de relaciones humanas y en contextos sociales determinados. Las cuestiones que éste y otros casos de suicidios nos plantean ahora mismo nos llevan, sin excusas, también a ese terreno de los factores contextuales.

No procede establecer parentescos inmediatos entre hechos protagonizados por diferentes sujetos, pero una elemental asociación de ideas lleva a contemplar bajo un mismo horizonte distintos casos que, sin embargo, se dan en un común marco social. ¿O no es pertinente acordarse de tantos otros suicidios que se están dando en nuestro país al hilo de muchos casos de desahucios, con lo que suponen de quiebras irreparables en concretas trayectorias biográficas? Y si nos permitimos una licencia retórica que cabe considerar oportuna, nos podemos preguntar, con todas las cautelas que la analogía requiere, hasta qué extremo se habían visto desahuciados de la vida una familia de cuyo horizonte existencial había desaparecido subjetivamente la posibilidad de una atención adecuada para el futuro que pudiera tener por delante una hija con discapacidad grave. No es aventurado colegir que el temor a la muerte, en una situación como ésa, queda irrevocablemente desplazado por un sentimiento de exclusión que, como bien analiza Zygmunt Bauman en su libro Miedo líquido, comporta una “muerte metafórica” que, dadas ciertas circunstancias, deviene muerte real por vía de suicidio.

Si el contexto de nuestras reflexiones lo ampliamos con el zoom de la información disponible, haciendo que nuestra conciencia política nos lleve más lejos, podemos igualmente tener presente cómo en la sufrida Grecia ha aumentado escandalosamente el número de suicidios en los últimos años. La dureza de la crisis, que algunos espíritus sádicos se niegan a considerar como debieran, ha supuesto el empobrecimiento de amplias capas de la población, acompañado de una tremenda caída de la capacidad de los servicios sociales del país heleno y todo ello con perspectivas de futuro que parecen hundirse en el abismo a donde les arroja la insoportable deuda pública que la economía del país heleno es incapaz de soportar y cuyo gobierno trata de reestructurar.

El trasladar nuestra mirada al otro extremo del Mediterráneo no es para establecer ninguna comparación apresurada, pero, salvadas las distancias, sí cabe detectar un denominador común: la quiebra del Estado de bienestar, los recortes sociales, el deterioro de la sanidad pública, la merma en las pensiones, el desempleo..., en definitiva, ese “austericidio” por despiadadas políticas de ajuste -mejor haríamos hablando de “democidio” como liquidación del pueblo en tanto ciudadanía con derechos-, que ha dado lugar a unas condiciones en las que el aislamiento y el desamparo al que se ven arrojadas muchas personas les puede llevar a tal experiencia de carencia de horizontes y de sinsentido de sus vidas como para acabar en la trágica decisión de suicidarse. El conjunto de medidas “democidas” provoca, lamentablemente, que en casos extremos el “democidio” se precipite en suicidio de ciudadanas o ciudadanos desesperados.

Así, pues, ese tipo de suicidios en una época de crisis como ésta –los cuales Émile Durkheim, en su clásica obra al respecto, ubicaba entre los “suicidios anómicos” en sociedades que pierden sus coordenadas y referencias de sentido–, suponen un desafío moral y un reto político para nuestras sociedad y sus instituciones. Son una llamada a la responsabilidad política para que una sociedad decente no deje a nadie en la cuneta de la vida y atienda a las condiciones necesarias para que la vida de todos y cada uno cuente con todos los requisitos suficientes para una existencia digna. Y más allá de las actuaciones políticas, se trata de hechos dolorosos que reclaman a la sociedad el apoyo a familiares, a los que hay que hacer llegar las condolencias de una ciudadanía que, transmitiendo su solidario pesar, ha de asumir el compromiso de trabajar para restaurar el vínculo social, tan dañado como está por los efectos disolutorios que la actual crisis tiene sobre él. 

La dignidad, por lo demás, es clave del sentido de la propia existencia. Obligada es la mención a Albert Camus, que en El mito de Sísifo dejó escrito que el suicidio es el “solo problema filosófico verdaderamente serio”. Si eso es así, y razones hay para suscribirlo, políticamente, a su vez, no podemos dejar de hacer todo lo posible para dar carta de ciudadanía a la seriedad que reclama el respeto a la dignidad de cada cual. Nadie ha de verse abocado al suicidio por condiciones de aislamiento y desamparo que le hagan percibir su vida como carente de las condiciones para ser vivida dignamente. 

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