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“Sin una buena atención pública la anorexia y la bulimia se convierten en enfermedades de élite”

La escritora Espido Freire acaba de publicar su nuevo libro "Quería volar". \ Rebeca Senovilla

Sofía Pérez Mendoza

Estuvo enferma durante más de cuatro años. Nadie sabía que tenía bulimia, ni siquiera ella misma. Espido Freire, la ganadora más joven del premio Planeta –con solo 25 años–, vuelve a rascar en su memoria, difuminada por el sufrimiento que ocasiona un trastorno de la alimentación, en Quería volar (Editorial Ariel), una edición ampliada de Cuando comer era un infierno. La primera parte fue publicada hace 12 años, “cuando el objetivo era visibilizar estas enfermedades”. “Hoy se trata, además de incluir testimonios y nuevos trastornos, de dar un mensaje de esperanza”.

¿Qué ha cambiado para que sea necesario publicar un nuevo libro que redunda en la misma cuestión?

Han cambiado tantas cosas que ha hecho falta un libro nuevo. El espíritu es el mismo: de denuncia y testimonio. Pero, mientras antes había que centrarse en visibilizar los trastornos de la alimentación, ahora tenemos que poner el foco en el origen de las enfermedades, que aún es muy desconocido. Todo el mundo sabe qué es anorexia y qué es bulimia, aunque continúa siendo un tema tabú.

Este libro plasma una visión de madurez con un enfoque distinto. Llevo 15 años siendo testigo de trastornos y soluciones. Creo que es lo suficiente como para ver en perspectiva un problema cuyas consecuencias son devastadoras, pero también para reflexionar sobre cómo la terapia que inicias para luchar contra él te permite enfrentarte después a otros problemas mucho más preparada. Esto no significa, ni mucho menos, que tenga que estar agradecida a la bulimia, porque es atroz, pero es verdad que hoy veo esa etapa de mi vida con otros ojos. Y por eso en este caso he querido transmitir un mensaje esperanzador.

En este título se incorporan nuevos trastornos de la alimentación. ¿Se han multiplicado con el tiempo?

En el libro denomino a estos trastornos “plaga contemporánea” porque la sociedad los genera. Esa misma sociedad nos ha enseñado que lo positivo para una mujer es ser competitiva, silenciosa, muy delgada, perfeccionista, disponible sexualmente y, al mismo tiempo, con una apariencia de perfección a todos los niveles. Eso genera frustración, ansiedad, miedo, depresión... La salida más inmediata pasa por adicciones y/o trastornos de la alimentación. Blanco y en botella. Existe un plaga. Lo raro sería que no.

He querido dejar claro que todas estas etiquetas, que son los trastornos de la alimentación, son síntomas de que la persona tiene un problema y que, para enfrentarlo, está empleando el cuerpo y la comida. Luego puede derivar en una obsesión por una alimentación saludable, o saciar un hambre espiritual confundiéndolo con hambre física. Existe un problema psicológico que desborda a la persona y las herramientas que emplea para luchar contra ese problema es erróneamente la comida. Y ahí existe un elemento que tienen en común todos estos trastornos.

¿Cuántos casos conocidos hay?

Las cifras son complicadas porque hay muchos casos que nunca se identifican. En menores se lleva un control bastante más exhaustivo. Pero no ocurre lo mismo en adultos. También es verdad que, en muchas ocasiones, no se desarrollan trastornos completos, sino que se dan elementos sueltos, síntomas aislados. Si los tuviéramos en cuenta, los números se dispararían hasta unos porcentajes del 30-35% de la población total. Hay gente que tiene la dieta integrada en su forma de vida y no considera que eso sea una señal de enfermedad. Tenemos que aprender a detectar mucho mejor y también mucho antes las señales de alarma.

¿Sigue habiendo mitos que rodean y lanzan mensajes de confusión sobre estos trastornos?

Sí, se sigue pensando que estos trastornos son cosas de adolescentes y se continúan oyendo frases muy típicas como: con un buen plato de lentejas esto se soluciona. Eso equivale a decir que una persona está enferma de diabetes porque ha abusado del azúcar. De este modo, se confunde uno de los síntomas con la enfermedad. Y, aunque se equilibre la relación con la comida, si no se ataja el problema de fondo el trastorno no está curado. Puede haber, por tanto, una curación de los síntomas físicos, que son esenciales porque significa que eres capaz de contener la frustración y de cortar con lo que parece la solución más inmediata, pero eso no es suficiente.

¿Es la red de profesionales de la sanidad pública suficiente para prestar un seguimiento psicológico a las personas que sufren estos trastornos?

La red es insuficiente. Todos los expertos demandan una mejor correlación entre profesionales y más medios unidades específicas de trastornos de la alimentación y de psiquiatras de infantojuvenil. No hay que olvidar que, si no hay una atención pública sólida, esto se convierte en una enfermedad de élite, lo que va en contra de todas las ideas de sanidad universal. Aquí entramos en la rentabilización de otras enfermedades. Es un límite que no deberíamos cruzar en ningún caso. También hay que decir que, si ponemos la vista en unos años atrás, algo ha mejorado, pero no como debiera. Ahora con la crisis todos son excusas para recortar.

En los años en los que la bulimia te hizo presa, ¿acudiste a terapia?

No, yo no tuve terapia porque ni yo misma sabía que estaba enferma. Tampoco mis padres, ni mis amigos. Fui consciente de que tenía bulimia en el momento en el que estaba recuperada y lo leí en una revista. Estaba en la biblioteca de mi pueblo y ojeaba un test que decía: “Bulimia, la enfermedad que viene”. Me dí cuenta de que coincidían todos los síntomas. Entonces, hace 25 años, solo se identificaba la anorexia. Yo sabía que vomitaba y que me sentía mal conmigo misma constantemente, pero no podía identificarme con el perfil de una persona anoréxica.

¿Cómo recuerdas hoy aquella etapa?

En situaciones de sufrimiento, el cerebro bloquea cosas. Al escribir los libros fui consultando mis diarios de entonces para reconstruir la historia. Había periodos de los que no decía nada. Solían corresponder a momentos en los que había hecho una parada para comprar comida o me había propuesto hacer un ayuno... Era una trampa mental. Logré construir varias cosas que había olvidado por completo.

Era una persona muy activa, atendía muchos flancos, estaba con la ópera, dando clases de música, sacando buenas notas. En definitiva, muy echada para adelante. Lo que menos se podía imaginar la gente es que tenía un trastorno de la alimentación. De hecho, la inmensa mayoría de mis amigos se enteraron cuando yo publiqué el libro. Aunque es verdad que me solían repetir: “para lo que comes, qué delgadas estás”.

Mientras seguía como podía con mi vida, en mi interior sentía que no podía levantarme un día más. Ahora que mi cuerpo apenas recuerda esos momento, yo pienso en esa etapa casi como si fuera otra persona. Me da a veces la sensación de estar hablando de alguien ajeno.

¿El dolor era más psicológico que físico?

El nivel de sufrimiento era muy elevado. Cada minuto de mi tiempo estaba condicionado por el malestar físico y psicológico. Era imposible distinguirlos e intentaba aliviar el físico con el psicológico y al revés. Si ahora me preguntas qué parte era física y cuál psicológica no lo sé distinguir. Abrir un armario y ver la ropa me hacía daño físico y psicológico: mareos, angustia, ansiedad, náuseas... y también pensamientos muy negativos que compensaba acallándolos con comida, reforzándome en la idea de que no comer, o comer y vomitar... La desesperación es tan grande. No ves salida. No puedes ver que solo son unos pantalones y que no van a poder contigo. Porque el problema no son los pantalones, sino como te estás sintiendo tú.

¿Cuál fue la manera de recuperarte de aquello?

Creo que toqué fondo cuando me dí cuenta de que, o salía de esto, o no quería vivir. Entonces empecé a intentar que cada día fuera un poco mejor que el anterior. Traté de ir eliminando poco a poco lo que no me hacía bien: las clases que me angustiaban, las amigas con las que me sentía incómoda... Si tienes menos estímulos estresantes, hay más margen de horas en los que puedes estar tranquila. Si haces cosas que te gustan, eso te refuerza. Con terapia es cierto que este proceso es mucho más rápido.

Es una enfermedad que tiene tratamiento y que, si ese tratamiento se sigue, la persona se recupera. No es mágico. Tiene que haber una voluntad de querer, pero también un apoyo psicológico. No es de la noche a la mañana. Tienes que aprender a comportarte y a pensar de un modo diferente, y eso lleva un tiempo determinado. El alivio se ve muy rápido y es duradero, pero tampoco quiero vender nubes rosas porque no lo son.

Un porcentaje muy elevado de las personas con trastornos de la alimentación son mujeres.

Sí, se calcula que el 90% de las personas enfermas de anorexia y algo menos de las que sufren bulimia son mujeres. El canon estético es el principal factor a tener en cuenta para explicar estas cifras. El modelo de perfección, eterna juventud y delgadez está tan bien integrado socialmente que se hace indetectable. Solo las personas muy implicadas en estos asuntos o que han pasado por una enfermedad de este tipo puede entender lo negativo de este tipo de mensajes.

No puedes relajarte en ningún momento. Hay productos nuevos que dejan viejos a los de antesdeayer, hay que tener más dinero y, para disponer de él, es necesario trabajar más horas. Es una paradoja paranoide en la que estamos todos. Una vez dentro, es complicado pararte y elegir.

¿Y qué ocurre los hombres?

Es cierto que en hombres se dan menos casos de ciertos trastornos. Pero, por ejemplo, la vigorexia –que pasa por una adicción al ejercicio físico– es una enfermedad totalmente masculina. Si a nosotras nos inclinan hacia el control de la comida y la esbeltez, el canon de belleza de los hombres se caracteriza por el hiperdesarrollo muscular. Y aquello en lo que se pone el foco desarrolla una enfermedad.

No obstante, la sociedad es mucho más crítica con nosotras en todos los sentidos. Y también lo somos nosotras mismas con las demás mujeres. Hay una preocupación exhaustiva por que cada una de las áreas de nuestro cuerpo estén en estado de revista. El mensaje que se manda a ellos es radicalmente distinto del que me envían a mí, por ejemplo. Y las expectativas también lo son.

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