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¿Es posible que coexistan la pena de muerte y la democracia?

Supremo de Delaware (EE.UU.) declara inconstitucional la ley de pena de muerte

Jon Mirena Landa Gorostiza

Catedrático (acreditado) de Derecho Penal y Director de la Cátedra Unesco de Derechos Humanos y Poderes Públicos de la UPV/EHU, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea —

El caso de Pablo Ibar ha vuelto a poner sobre la mesa el debate sobre la pena de muerte. Si nos planteáramos constituir un estado democrático y nos tomáramos en serio los derechos humanos, la pena capital no tendría cabida en la organización de nuestra convivencia. Y es que si la democracia significa algo es establecer límites al poder.

A menudo se identifica la democracia con votar, elegir a nuestros líderes y elaborar leyes por medio de nuestros representantes. Y está claro que todo eso también lo es. Pero no se remarca lo suficiente que el ADN de la democracia está precisamente en establecer límites al poder. En las democracias modernas, las y los ciudadanos cedemos el poder al Parlamento para que nuestros representantes organicen la vida colectiva. Así las cosas, a menudo prevalece la norma de la mayoría en cuanto a las decisiones que deben adoptarse.

Pero no todo debe decidirse así. En una democracia las minorías también deben ser defendidas. Es más: la dignidad de todas y cada una de las personas, la dignidad humana, debe estar en el centro axiológico, y los poderes públicos tienen la obligación de respetar dicha dignidad que no puede ser violada ni por una decisión mayoritaria. Las mayorías no pueden legítimamente decidirlo todo: existen límites.

Legitimar aquello que no se puede legitimar

La pregunta, sin embargo, surge de inmediato: ¿Y en qué casos no se respeta la dignidad? O, desde otro punto de vista, ¿en qué casos no se respeta claramente la dignidad?

Pongamos ejemplos retóricos: ¿Es legítima la tortura? En el caso del Ticking Bomb, si pudiera averiguarse mediante la tortura en qué lugar exacto se ha colocado una bomba, ¿sería legítimo torturar para salvar la vida de cientos de personas? ¿Es legítima la discriminación por sexo? ¿Puede promulgarse una ley que suprima derechos a las mujeres? ¿Es legítimo el apartheid basado en una jerarquía racista? ¿Hasta qué punto se pueden limitar los derechos de las personas migrantes sin menoscabar su dignidad? ¿Debe tener el Estado capacidad ilimitada para indagar en nuestra intimidad? ¿Puede el Estado negar la eutanasia a un enfermo terminal sin tener en cuenta la decisión de la familia?

La serie de preguntas podría se infinita. La cuestión radica en que la Democracia, a veces, dejando a un lado la norma de la mayoría, debe tener como punto de partida, e incluso como punto final, el valor absoluto de la dignidad, y debe decidir de otra manera. Y a ese respecto, la cultura de los derechos humanos resulta primordial. El valor de la dignidad humana y los derechos humanos van de la mano. Sin duda, eso sucede en el caso simbólico de la pena capital. Veámoslo.

Castigos y costumbres

La organización de la convivencia cuenta con numerosos instrumentos, no sólo jurídicos, para la resolución de conflictos. Tenemos códigos morales, éticos y religiosos, hábitos, costumbres y todo tipo de normas para orientarnos sobre qué hacer y qué no hacer en distintas situaciones de la vida. Además de modelos normativos de actuación, tenemos sanciones y castigos tanto formales como informales: por ejemplo, si somos personas ejemplares, somos recompensados mediante la consideración y alta estima profesada por los demás; de lo contrario, somos sancionados informal pero efectivamente mediante la exclusión social.

Las sanciones también pueden ser jurídico-formales: multas, restricciones de diversos derechos… y en los casos más graves, penales. La sanción penal es un modo de resolver conflictos, pero solo debe usarse en casos extremos. Y dentro de ella, la pena de prisión es la respuesta más severa, aplicable únicamente en delitos de mayor gravedad.

Delitos de la máxima crueldad como asesinatos o violaciones sexuales, por ejemplo, existen en casi todas las sociedades y son castigados de forma muy severa. La pregunta sin embargo es: ¿Hasta dónde debe llegar ese castigo y su severidad? ¿Hasta qué punto se puede llegar legítimamente en la respuesta a esos delitos? Dentro de una democracia, ¿dónde nos ponemos un límite a nosotros mismos?

Durante la Edad Media la condena a muerte no era la respuesta más severa ante el delito: además existía la tortura. La forma de provocar la muerte podía ser especialmente cruel en función del delito cometido. Existían diferencias en el modo de causar la muerte y a la hora de determinar la severidad del castigo.

A partir del siglo XVIII, con la llegada de la Ilustración, la crueldad fue disminuyendo paulatinamente, al menos en Occidente, hasta llegar a la desaparición de la pena capital y del castigo físico. Por un lado, por su ineficacia: ese tipo de castigo no resolvía el problema de la delincuencia. Por otro, porque se consideró contraria a la dignidad humana y al respeto universal que merecen todas las personas.

Inadmisibles la tortura y la pena capital

Se dio tal cambio cultural que llegó a considerarse inadmisible la ejecución de personas o la aplicación del castigo físico. La renuncia por parte del Estado a la aplicación de la pena capital, incluso en los casos más graves, fue consecuencia de un cambio de sensibilidad. Porque la capacidad para decidir quién merece vivir y quién no no debe estar a disposición del Estado en una democracia consolidada. Y es que la aplicación de la pena capital implica, en el fondo, la existencia de dos tipos de personas: las que tienen derecho a vivir y las que no lo tienen. Pero precisamente ahí está el límite autoimpuesto: no puede clasificarse a las personas en dos grupos, unas con derecho a la vida y otras sin él. Tomarse en serio la dignidad humana impide cancelar la posibilidad de matar legalmente a ciudadanos o ciudadanas incluso cuando cometen gravísimos crímenes.

La cuestión del límite, por otra parte, no es una mera cuestión ético-filosófica. La experiencia histórica nos enseña que cuando no se respeta ese límite, además del gran sufrimiento que se genera, el Estado acaba por deslizarse hacia el abuso sistemático.

Basta recordar la reiterada y masiva violación de la dignidad humana por parte del Estado nazi en una suerte de pendiente resbaladiza que acabó en el llamado genocidio o solución final. Y por ello, una vez vencido éste, fueron aprobados la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y el Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950) como articulaciones que entronizaban antes de nada la dignidad humana como piedra de toque. La pena capital no debe, no puede legítimamente, ser una facultad o un poder en manos del Estado democrático. No al menos si no queremos volver a ese gran agujero negro de donde empezamos a salir hace ahora aproximadamente 200 años y revertir los límites que nutren y sostienen la construcción democrática.

Este artículo fue originalmente publicado en euskera en Campusa.en euskera

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el original aquí.The Conversationaquí

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