José Meister tenía nueve años y la rabia lo estaba matando tras catorce mordeduras hasta que Louis Pasteur se atrevió a probar su vacuna
La hidrofobia no tiene que ver con un miedo irracional al agua. En los casos de rabia, es algo más brutal: una contracción muscular en la garganta que impide tragar. El cuerpo lo intenta, pero no puede. El líquido queda fuera y el virus se acumula dentro. De esa forma, la saliva se convierte en una trampa perfecta, cargada de agentes patógenos. El objetivo es claro: encontrar otro huésped. En 1885, esa amenaza encontró respuesta en un laboratorio de París.
La decisión de intervenir se tomó tras la llegada desesperada de una madre desde Alsacia
Nada garantizaba el éxito. Louis Pasteur no era médico y no estaba autorizado a tratar pacientes. Aun así, aceptó implicarse en una decisión que ningún científico de su entorno apoyaba. Lo hizo a petición de Jacques Joseph Grancher, pediatra y experto en tuberculosis, que había trabajado con él en el estudio de la rabia. Fue Grancher quien propuso, ejecutó y supervisó la aplicación en humanos de una vacuna que solo se había probado en animales. La vida de un niño mordido por un perro en Alsacia quedaba en manos de un experimento incierto.
Ese niño se llamaba Joseph Meister. Tenía nueve años y había recibido 14 mordiscos. Su madre, Marie-Angélique, viajó hasta París tras oír hablar de un científico que estaba desarrollando un tratamiento contra la rabia. El 6 de julio de 1885, Pasteur decidió actuar. El tratamiento consistía en doce dosis aplicadas durante diez días. Ninguno de sus colaboradores había dado su aprobación, ni tampoco existía una base legal clara para la intervención.
La vacuna que usaron no era como las actuales. Pasteur llevaba años investigando cómo debilitar el virus sin anularlo. Lo logró extrayendo tejido nervioso infectado de animales, que luego secaba progresivamente para reducir su virulencia.
Aquel procedimiento, tan rudimentario como innovador, había funcionado en perros. Nunca se había probado con humanos. El riesgo era total. El niño no mostró síntomas en los días siguientes, y las semanas pasaron sin complicaciones. Contra todo pronóstico, sobrevivió.
El éxito del primer caso atrajo pacientes de toda Europa y obligó a organizar un espacio propio
El resultado supuso un cambio radical. A partir de ese momento, personas infectadas comenzaron a llegar a París desde distintos países para recibir el tratamiento. El volumen era tal que Grancher organizó un espacio específico para atenderlas en un anexo de la École Normale Supérieure, no muy lejos del laboratorio de Pasteur. El 20 de octubre de 1885, apenas tres meses después del primer tratamiento, un segundo caso confirmó el potencial del método.
Jean-Baptiste Jupille, un adolescente de 14 años, había resultado herido al proteger a un grupo de niños de un perro rabioso. El alcalde de su localidad informó del caso a Pasteur, que decidió aplicar la vacuna. Jupille también sobrevivió. Años más tarde, se instaló una escultura suya en el acceso principal del Instituto Pasteur. La imagen lo muestra en plena pelea con el animal, como símbolo del esfuerzo por contener la enfermedad.
La fundación del Instituto Pasteur consolidó una nueva etapa en la lucha contra los virus
El Instituto abrió sus puertas en 1888. Fue el propio Grancher quien consiguió el terreno y dirigió la construcción. El día de la inauguración, el presidente francés Sadi Carnot lo ascendió al rango de Gran Oficial de la Legión de Honor. A él también le correspondió el discurso inicial. La entidad, todavía activa hoy, se convirtió en referencia internacional para el tratamiento de la rabia y otras enfermedades infecciosas.
Los hechos que marcaron el comienzo de esta historia fueron recogidos por el Instituto Pasteur. En una publicación oficial, se detalla que los primeros ensayos del virus atenuado comenzaron en 1880, y que tras cientos de intentos fallidos se logró una forma débil del virus que protegía a los animales. En ese mismo documento, se apunta que “Joseph Meister fue la primera persona en recibir una vacuna desarrollada a partir de un microbio artificialmente atenuado”.
Ninguna de las decisiones que tomaron Pasteur y Grancher ofrecía certezas. No había estudios clínicos previos, ni protección legal, ni estadísticas favorables. Solo una hipótesis basada en experimentos con perros y un niño al borde de la muerte. Aun así, funcionó.
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