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Desesperación: el único motivo que lleva a las mujeres nigerianas a regresar a Boko Haram

La historia de estas dos mujeres solo es parte de una crisis humanitaria y longeva que se desarrolla en la cuenca del lago Chad.

Azadeh Moaveni

Zahra y Amina parecen afortunadas supervivientes del movimiento yihadista conocido como Boko Haram, el flagelo que azota al noreste de Nigeria. Ambas estuvieron casadas con combatientes. Para escapar, Zahra tuvo que acceder a detonar un chaleco con explosivos que los insurgentes le ataron al cuerpo. Tras caminar varios kilómetros hacia el objetivo que le habían fijado, un puesto de control del Gobierno, Zahra se entregó a los soldados. Amina huyó con sus tres hijos después de que su marido muriera en combate.

Hoy, ambas mujeres viven en un campamento para supervivientes del conflicto, en la ciudad de Maiduguri (noreste). Cuando me reuní con ellas, durante un viaje reciente de investigación que hice a la ciudad, lo último que esperaba oír era que querían regresar con los insurgentes. El pensamiento convencional y las políticas de seguridad que intentan disuadir a las mujeres de unirse a los grupos extremistas suelen enfocarse en la cuestión ideológica, dando por sentado que solo alguien con el cerebro lavado puede querer unirse voluntariamente a una milicia radical y violenta.

Pero aquí, en el noreste, algunas mujeres se han visto forzadas a unirse a Boko Haram por cuestiones sociales y políticas. Paradójicamente, el grupo les ofrece un respiro de la inseguridad y la escasez de oportunidades que sufren en una sociedad profundamente patriarcal, hendida por la mala administración.

Zahra y Amina dicen que cuando estaban con los combatientes, la vida era dura e incierta, pero no les faltaba comida. Como esposas voluntarias de combatientes, estaban protegidas de los ataques sexuales. Iban a clases de religión (la primera escolarización formal que muchas de las mujeres habían recibido jamás) y sus hijos iban a la escuela, donde aprendían a leer y escribir. Había tribunales donde las mujeres podían denunciar si sus esposos eran violentos.

Por el contrario, en la vida emancipada que llevan en el campamento de supervivientes, a menudo pasan hambre. Hay pocas oportunidades de trabajar para poder comprar más alimentos y la escasez ha contribuido a la explotación sexual en manos de las fuerzas de seguridad que deberían protegerlas. “La mayoría de las mujeres de Boko Haram nos arrepentimos de haber venido aquí, porque la vida es muy dura”, asegura Amina.

Estas dos mujeres representan solo una pequeña parte de una enorme crisis humanitaria y de seguridad que se ha estado desarrollando desde 2014 en la cuenca del lago Chad, el área donde confluyen Nigeria, Níger, Chad y Camerún. Opacado por los conflictos en Siria y Yemen, la escala de este desastre humanitario es sin embargo inmensa: más de 2,4 millones de personas desplazadas, 5 millones carecen de techo y comida, y medio millón de niños han caído en la desnutrición.

Si bien la insurgencia de Boko Haram no parece afectar directamente a Occidente -no contribuye a flujos migratorios y los combatientes no atacan a Europa-, las experiencias de las mujeres de Boko Haram son muy importantes para comprender la razón por la que la gente se une a estos movimientos. El grupo terrorista, al igual que muchos otros que se autoidentifican como “yihadistas”, se vale de una retórica ideológica para promover sus objetivos políticos. No obstante, es su contexto empobrecido y díscolo lo que explica su atractivo, especialmente para las mujeres.

Zahra y Amina, igual que muchas mujeres del noreste, se unieron a los insurgentes por elección propia. Y se marcharon de la misma manera, al no querer casarse con otro combatiente elegido por el grupo tras la muerte de sus maridos. Sus historias desafían la narrativa dominante sobre Boko Haram, construida sobre el clamor mundial por el secuestro de niñas de Chibok. Sostiene que las mujeres se unen al grupo a la fuerza y que solo aquellas que fueron secuestradas pueden ser consideradas víctimas de verdad.

Al regresar de Nigeria, conocí a un grupo de mujeres suizas suelen emplear sus vacaciones haciendo voluntariados con mujeres víctimas de Boko Haram. “Solo ayudamos a las que fueron secuestradas”, me señaló una de ellas. Sin embargo, las circunstancias que empujan a mujeres como Zahra y Amina a entrar y salir de Boko Haram demuestran las limitaciones de las categorías fijas de víctima y perpetrador.

Cuando comenzó la insurgencia, muchas mujeres se sintieron atraídas hacia el movimiento insurgente porque ofrecía alternativas al patriarcado sostenido por sus familias conservadoras. Los líderes del grupo apoyaban dotes menores, lo cual significaba que las mujeres jóvenes podían elegir esposos entre sus pares, en lugar de los hombres mucho mayores pero económicamente más estables con los que tradicionalmente se veían obligadas a casarse.

El grupo terrorista les ofrecía tantas comodidades a base de los saqueos y los robos, pero muchas de ellas sentían que la corrupción del estado nigeriano justificaba estos delitos. La vida en el bosque se les antojaba más libre y digna que vivir entre el polvo de un campo de desplazados, dependiendo de la ayuda de grupos internacionales para poder comer una vez al día.

Incluso ahora, la forma en que Zahra y Amina piensan en el grupo es más bien un cálculo de supervivencia inmediata: creen que si regresan, sus vidas mejorarían. Igual que en la mayoría de los centros en la ciudad, en Dalori II, el campo en el que actualmente viven, suele escasear la comida. Y en los campos de toda la región, grupos como Amnistía Internacional han documentado una epidemia de casos de violación y explotación sexual. Se han hecho algunos avances para combatir estos abusos y grupo humanitarios han intentado cambiar la distribución de los alimentos para mitigarlos, pero solo han conseguido cambiar la dinámica de la explotación. “Hay que convertirse en prostituta para permanecer en los campos”, dice Amina.

Una de las razones por la que Zahra afirma estar contenta de haber abandonado a los insurgentes es que piensa que su rechazo tajante a dar clases a los niños en inglés estaba perjudicando a sus hijos: “No les hacía bien quedarse en casa. Es mejor que aprendan”. Ella pensaba que en Maiduguri, sus hijos podrían ir a la escuela. Pero los directores del campo Dalori II desmantelaron la única escuela que había, argumentando que ya no era necesaria, ya que la gente estaba regresando a sus hogares. Pero nadie ha vuelto a casa y ahora no hay colegios.

Borno, el estado nigeriano del que Maiduguri es capital, es ahora un enorme diseño de retales de pueblos y aldeas con pocos hombres; con una gran población de madres solteras que intentan arreglárselas como proveedoras en zonas con economías colapsadas, sin el apoyo ni la protección de un marido. Algunos programas de reintegración ofrecen formación en oficios, pero bordar y vender un gorro al mes no alimenta a tres hijos ni protege a las mujeres de las violaciones. Además, algunas organizaciones internacionales destinan sus fondos y su atención a lo que llaman “oposición al extremismo”, pensando este como una manera amorfa que considera a la ideología como raíz de la violencia, en lugar de un complejo sistema de fracasos políticos y frustraciones sociales.

Aunque, obviamente, es esencial luchar para acabar con la insurgencia y oponerse al atractivo que ofrecen los grupos insurgentes, también es vital reconocer precisamente qué es lo que lleva a las mujeres a unirse a ellos en primer lugar. Esto tiene implicaciones mayores para todo el noreste, no solo para las mujeres desplazadas en los campos o las mujeres que pertenecieron a Boko Haram. Es por todas las mujeres que están luchando contra una pobreza tan grande y asfixiante que, a veces, unirse a un grupo terrorista se les presenta como una salida.

Los nombres de Zahra y Amina han sido cambiados.

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