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El escrache de Gallardón

Ruth Toledano

Gallardón merece un escrache permanente.

No pensaba lo mismo hace un par de años. Gallardón fue increpado en su calle por un grupo de vecinos, que protestaban contra la decisión del entonces alcalde de celebrar actuaciones musicales en la plaza de Chueca durante las fiestas del Orgullo Gay. Él volvía de noche con su mujer, después de dar un paseo a su perro. Lo que hicieron esos vecinos me pareció mal. Era 2011 y aún pensaba que en política no había que traspasar ciertas líneas, como la de la intimidad. En un Estado de derecho, por indignante que resultara la actuación de un político, se debía encontrar vías de disensión dentro del escenario del juego (las instituciones, los tribunales, derechos constitucionales como la manifestación o la huelga) o haciendo uso de las recursos disponibles para la denuncia (los medios de comunicación, las redes sociales).

Cuando el escrache a Gallardón, ya se había producido el movimiento 15-M, en el que participé, y, por supuesto, pensaba que la calle nos pertenece y que debemos reclamarla como espacio natural de visibilidad política, ocuparla de forma pacífica para ejercer presión sobre el poder, recuperar en ella la capacidad de intervención frente a conductas abusivas de los responsables públicos, empoderarnos en ella. Pero siempre que no se comprometiera el espacio privado de las personas que merecieran nuestro reprobación; siempre que, por ejemplo, no se violentara su entorno familiar.

Más adelante, y a medida que aumentaban los abusos del Gobierno del PP, se extendieron los escraches frente al domicilio de ciertos políticos (sobre todo impulsados por la PAH, Plataforma de Afectados por la Hipoteca), y cambié de opinión: si los gobernantes no escuchaban, si despreciaban a los ciudadanos, si ignoraban el clamor, ya masivo, de la gente, había que señalar a los culpables, con nombres y apellidos y donde fuera necesario. Comprendí la necesidad a la que se refiere la consigna creada por H.I.J.O.S (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) en Argentina, donde surgió esta forma de protesta: “Si no hay justicia, hay escrache”.

Hoy creo que a Gallardón habría que hacerle un escrache permanente. En su calle, a las puertas de su casa, cuando vuelve de pasear con su mujer. Por el único que lo sentiría es por el perro. Un escrache callejero que recordara a diario a Gallardón lo que ha hecho, con su reforma del aborto, contra las mujeres de este país, el escrache vital al que las ha condenado. Gallardón se ha plantado, no ya en la calle donde viven las mujeres, no ya en el interior de sus casas, sino dentro de su propio cuerpo. Ha irrumpido en la vida de las mujeres, en su capacidad de decisión, en su libertad, en su conciencia. Y con ello no solo se ha erigido en dueño, represor y juez de las vidas de las mujeres, en escrache de sus biografías: las consecuencias de su ley suponen también un escrache hacia sus familias, sus parejas, sus hijos, sus trabajos, sus perspectivas, su futuro.

Es curiosa la trayectoria política de este ministro de Justicia que pasará a la historia como uno de los más injustos de la democracia. Siendo presidente de la Comunidad de Madrid y alcalde de Madrid, Gallardón hizo creer a muchos que representaba la moderación de la derecha española; que, por su tolerancia, su talante abierto y su inclinación a la cultura, se distinguía de esa derecha ultracatólica, franquista, clasista, carpetovetónica. Aunque siempre se dijo que no era de fiar, que era un encantador de serpientes, logró vender la moto de que él suponía la posibilidad de una derecha deseable (todo lo deseable, claro, que pueda ser una derecha inevitable): conservadora, sí, pero moderna; tradicional, sí, pero razonable; liberal en lo económico, sí, pero liberal en lo relativo a la moral. Esa moto. Pocos recordaban ya que, siendo concejal, había arremetido en los siguientes términos contra una historieta de Ceesepe publicada en 1982 en la revista Madriz: “es una porquería repugnante, pornográfica, blasfema, en el sentido jurisdiccional de la palabra, contraria a la moral y a la familia”.

En su ambición de poder, en sus ansias por llegar a la presidencia del Gobierno, en su megalomanía de mandatario que hace Historia, Gallardón mintió a unos y a otros. Llegó a casar a los dos primeros gais del PP que salieron públicamente del armario, a pesar de la oposición general de su partido. El mismo partido que llevó el matrimonio igualitario hasta el Tribunal Constitucional. El mismo partido que ahora ha querido excluir a las lesbianas y a las mujeres solas de los tratamientos de reproducción asistida de la Seguridad Social. El mismo partido que tildó de “progresista” a Gallardón por celebrar aquel matrimonio. Para la derecha española, de la que Gallardón vendía la moto de desmarcarse, ser “progresista” es un insulto.

Con la reforma de la ley del aborto, el “progresista” Gallardón ha demostrado ser tan facha como el que más de su partido (que ya es decir, a tenor de medidas como la reforma laboral, la ley mordaza, la LOMCE, las cuchillas de Melilla); se ha alineado con esa extrema derecha, cada vez menos disfrazada de civilizada, con la que se identifica el Ejecutivo español; se ha plegado a las exigencias de la Conferencia Episcopal, problema vertebral en este Estado aconfesional. Pero como el cinismo de Gallardón no conoce límites (ni siquiera cuando la moto vendida se ha desmoronado como un castillo de naipes; ni siquiera cuando el vendemotos se ha convertido en uno de los ministros más odiados) y ha sido capaz de declarar: “Mi ley es la más progresista del Gobierno”. Con la palabra progresista insultó a Gallardón su partido; con la palabra progresista insulta Gallardón a las mujeres y a todas las personas civilizadas de este país.

Se deduce que, haciendo lo que ha hecho, Gallardón pretende afianzar la posibilidad de su mayor aspiración política, la presidencia del Gobierno. Ha contentado a la extrema derecha y a la derecha menos extrema, pues, aunque haya habido en su partido voces críticas con su reforma, en el fondo, no lo olvidemos, todos en el PP “asumen”, como ha recordado su portavoz, Alfonso Alonso.

Lo que ya no tiene vuelta atrás es el deterioro de la imagen de Gallardón más allá de su partido. Nadie va a olvidar esta agresión a las mujeres y a la España evolucionada. Nadie va a olvidar el escrache que ejercerá cada día sobre la libertad de las mujeres, el escrache sobre sus cuerpos. Que no se extrañe después Gallardón si es increpado en su calle o allá donde se deje ver. Que no se extrañe si empieza a tirarse de su manta para dejarle en pelotas frente a la opinión pública con temas sobre sus más turbios vínculos y relaciones. Como aquel asunto con Montserrat Corulla y el “caso Malaya”. Aquella foto de ella que Miguel Sebastián le sacó a Gallardón en un debate en televisión. Aquella foto que entonces nos pareció tan mal utilizar: qué feo mezclar cosas “personales”. La foto con la que hoy Gallardón se merecería el gran escrache. Con esa foto y con lo que proceda. Porque se acabó la tregua, él le ha puesto fin: “Si no hay justicia, hay escrache”.

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