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La felicidad, un juguete más o menos nuevo

pitufos

Sabrina Duque

Si viviéramos en tiempos de Tales de Mileto, felicidad sería “tener un cuerpo sano, fortuna y un alma bien educada”. Si fuéramos contemporáneos de Platón, le escucharíamos decir que la felicidad está relacionada con la virtud, no con el placer. Y a Hegugesias, negar la posibilidad de ser felices, porque los placeres son efímeros.

En el Diccionario de filosofía de Nicola Abbagnano, un fragmento recoge la mirada de los antiguos griegos sobre la felicidad. Hay algo de azar, algo de destino, algo de virtud, algo de estética, algo de fortuna. Buenos, guapos y ricos -ellos, nada más que ellos- serían felices. Ser malo, feo o pobre sería una cadena perpetua a la infelicidad. O aquel escogido por los dioses, el azar o quién sabe qué, se daría de bruces con la felicidad (y agradecería que en suerte no le tocó vivir una tragedia). Esa visión duró siglos. 

La felicidad como suerte -no como derecho u objetivo alcanzable- está en la raíz de la palabra en occidente. La italiana felicità, la portuguesa felicidade -como la española felicidad- vienen del latín felicitas. En el diccionario encontramos que significa suerte, buena fortuna o felicidad.  En griego, eudaimonía, una junción de las palabras buen y espíritu. En francés, bonheur, la suma de bueno y suerte. En inglés, happiness tiene sus raíces en el viejo vocablo hap: fortuna u ocasión. 

La idea de que los seres humanos -todos- tenemos derecho a ser felices, es más o menos nueva. Darrin McMahon, en Una historia de la felicidad, mapea el concepto -a lo largo de siglos- como algo ajeno la voluntad humana o atado a las virtudes. Hasta que llega la Ilustración, en el siglo XVIII y de pronto, son los placeres los que nos dan felicidad y todos los seres humanos tienen derecho a ser felices. Cuando en el Renacimiento las élites intelectuales quitan a dios del centro del mundo, la felicidad alcanzable en el cielo deja de tener sentido.  Rodeados de nuevos inventos, frente a una época más optimista, en el Renacimiento comienza la noción de la felicidad acsequible. 

Voltaire y Rosseau echaron por tierra la idea de que la felicidad venía del azar o era un premio en el cielo a quienes siguieron las reglas de la iglesia en la tierra. Había que ir por ella y alcanzarla. La idea gustó, se hizo popular. En la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y en la Declaración de los Derechos del Hombre se establece el derecho a “la felicidad de todos”. 

En nuestros tiempos, la felicidad es el principal indicador de nivel de vida en el Reino de Bután, un pequeño país en los Himalayas. A su rey se le ocurrió gobernar para la felicidad de sus súbditos, así que creó el concepto de Felicidad Nacional Bruta. El indicador se calcula al medir el bienestar psicológico, el uso del tiempo, la vitalidad de la comunidad, la cultura, la salud, la educación, la diversidad medioambiental, el nivel de vida y el Gobierno. Bután acogió una reunión de la ONU sobre Felicidad y bienestar: definición de un nuevo paradigma económico.   ¿Son felices en Bután? Según las últimas cifras, sí. Pero las cifras son un censo en el que participa menos del uno por ciento de sus habitantes. Aún así, se le reconoce al reino de Bután preguntar -aunque sea a setecientos habitantes- si son felices o no. 

Hoy, 20 de marzo, es el Día Mundial de la Felicidad. La ONU lo celebra desde 2013 para “reconocer el importante papel que la felicidad juega en la vida de las personas”.  Hace dos años, la ONU nombró a los Pitufos  -sí, los pequeños seres azules de las historietas- como embajadores de este día y los convirtió en voceros de los Objetivos del Desarrollo Sustentable.

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