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Los malotes, los machotes, los canallas

Ruth Toledano / Ruth Toledano

Que vayan ya 36 mujeres asesinadas en España en lo que va de año es una cifra escalofriante que pondría en alerta máxima a cualquier gobierno si las víctimas fueran 36 políticos o 36 ejecutivos o 36 futbolistas. Una barbaridad que tendría al país en vilo. Pero son 36 mujeres, así, en general, como una masa difusa, abstracta, que se difumina como si no fueran 36 nombres y apellidos, 36 biografías, 36 familias.

Se han analizado hasta la saciedad todos los factores que concurren en esta violencia extrema contra las mujeres: el modelo de macho agresivo que aún potencia nuestra cultura; la desigualdad de oportunidades, de condiciones laborales, de remuneración salarial, que conlleva la dependencia material de muchas mujeres respecto de sus parejas masculinas; leyes de protección que no funcionan o que no se aplican; recortes en las ayudas a las mujeres en riesgo y para la Ley Integral contra la Violencia de Género; desprecio institucional por unos crímenes para cuya prevención no se invierte ni la mitad de la mitad que para otros asuntos sin importancia; indiferencia o costumbre de la sociedad, acaso por impotencia.

Hasta aquí, lo innegable e indignante, aunque puede plantearse porque se inscribe en lo políticamente correcto. Pero hay un aspecto de la violencia contra las mujeres que cuesta plantear porque es difícil y espinoso, políticamente incorrecto. Es lo que tiene que ver con la relación de muchas mujeres con ciertos hombres. No me refiero a mujeres en una situación de precariedad económica, generacional, educativa o social, que las hace especialmente vulnerables. Me refiero a la precariedad sentimental de muchas mujeres independientes, inteligentes, informadas, que acaban siendo víctimas de la violencia machista. Las conocemos, y son muchas más de lo que nos gustaría reconocer. Pero, como mujeres, debemos hacerlo. Para combatir esta clase de terrorismo, debemos reconocerlo. Debemos preguntarnos por qué nuestras brillantes amigas, nuestras lúcidas hermanas se someten a ciertos comportamientos, se entregan a ciertos hombres.

He confirmado (siempre tan dolorosamente) que muchas de esas lamentables situaciones en las que se ven envueltas nuestras amigas, nuestras hermanas, y de las que acaban siendo víctimas que nos sorprenden (no llegamos a acostumbrarnos nunca a que mujeres fuertes, ejemplares, que destacan, se dejen llevar por tíos así), empiezan con la atracción explícita por un modelo de hombre: “a mí es que me gustan los malotes”, suelen decir. Se dice sin pensar: los malotes. Pero, ¿cómo son esos malotes? ¿Qué representan?

Se supone que por malotes no se entiende, en principio, que se trate de malos, de hombres malos. Malos de verdad. Malos en sentido estricto. Incluso se les aplica esa calificación con condescendencia y hasta con cierta simpatía: es un malote... Y, sin embargo, ahí reside la trampa. Porque el malote, que es un tipo de hombre que, además, suele ejercer de tal, representa en realidad las cualidades del macho peor: chulo (o, simplemente, chulito), bruto (o, simplemente, brutote), fantasma (o, simplemente, presumido), fatuo, desconsiderado, fanfarrón, machote. Son tipos que en realidad exudan machismo por los cuatro costados y tratan con desprecio a las mujeres, pero nuestras mejores amigas, nuestras queridas hermanas se sienten atraídas por ellos y los disculpan.

En la disculpa de muchas mujeres radica el germen de una violencia que se vuelve intolerable cuando pasa a mayores (acoso, insultos, golpes…) pero que ya lo era desde la representación inicial de ese modelo de macho, el malote, el canalla. ¿Por qué se sienten atraídas por ellos nuestras mejores amigas, nuestras queridas hermanas? ¿Por qué los malotes no repugnan a todas las mujeres? ¿Por qué muchas mujeres no prefieren a los buenotes? Las mujeres somos las primeras que debemos reflexionar sobre ello. Para poder combatir un modelo cultural engañoso, pernicioso, ruin, moralmente miserable. Un modelo que, sí, se promueve desde todas las instancias: la publicidad, los medios de comunicación, la educación, las familias. Pero que las mujeres evolucionadas, informadas, independientes, libres debemos rechazar.

Se quejan muchos hombres de que proliferan las falsas denuncias por malos tratos. La realidad es la contraria: muchas mujeres no denuncian los malos tratos o retiran las denuncias o los niegan ante los jueces (como demuestran las estadísticas de mujeres asesinadas). Muchas mujeres disculpan a los violentos, consideran que la suya fue una agresión puntual, que no fue para tanto, que no se va a volver a repetir. Con inusitada frecuencia, ellas mismas se consideran culpables de la violencia: aseguran que los han provocado, que se portaron mal. Y todo empieza, demasiadas veces, porque se sienten atraídas por los malotes. Es duro reconocer todo esto.

Las mujeres debemos desactivar esa conexión transmitida, que es dañina y puede ser letal. No pasar una. No disculpar ese modelo de macho arcaico, bruto y chulesco. Las mujeres debemos defender a los buenotes: los hombres compañeros, pacíficos, evolucionados. Activar un rechazo absoluto por el simpático malote, por el machote graciosete, por la testorena canalla. Fomentar, con nuestra actitud y nuestro gusto, un cambio estructural, esencial, que condene al ostracismo a unos hombres que son potencialmente peligrosos. Y revisar, reconvertir nuestro lenguaje: malote viene de malo; machote viene de macho y va al machismo; canalla es una persona despreciable. Todo eso no es atractivo, queridas amigas, queridas hermanas…

[Por supuesto, esto es solo una reflexión parcial sobre la cuestión (de Estado) de la violencia contra las mujeres, sobre los códigos profundos que nos marca nuestra cultura].

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