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20 de noviembre de 1936

Buenaventura Durrurti

Montero Glez

Era un tipo grandullón que escupía verdades a los ojos ciegos del mundo. Apareció en Madrid, en días de sangre, cuando los aviones soltaban su carga de bombas y el pueblo en alpargatas se batía al grito de ¡No pasarán! Fue un clamor que venía creciendo en cada combate. Mal armados y peor comidos, los madrileños defendieron su dignidad hasta los últimos fuegos, batiéndose contra la agresión fascista; acosados por tierra y por aire.

A los militares que han organizado la masacre no les faltan apoyos, tampoco armas ni dinero. Han sido engendrados para el crimen y, por lo tanto, carecen de dignidad, al contrario de aquel rompemundos grandullón que ha venido dispuesto a dar la vida en el combate porque sabe que esa es la única manera de no morir nunca del todo. Es un hombre digno que lleva al pueblo en su pecho. Ese es su único medallerío. Guiado por su instinto, tiene la corazonada de que se puede ganar la guerra y va y se pone en marcha con toda su humanidad.

Dueño de nada, trasnocha recostado en las trincheras, repartiendo su alegría y su entusiasmo peleador; un impulso que tiene su origen en las calles de Barcelona, cruzando disparos contra los pistoleros de la patronal. Allí fue donde se decidió su destino junto al de su compañero Juan García Olivert, el Joanet, hombre de acción que ahora se ha puesto de ministro en Madrid para organizar la defensa de un pueblo condenado al avance de las tropas fascistas. En una de esas, cuando va a regañar a unos milicianos que huyen aterrados del frente, el grandullón cae herido.

Lo ingresaron de urgencia en el hospital que los anarquistas tenían montado en el hotel Ritz, donde al final murió en una de las habitaciones de la planta baja. La bala que terminó de matarlo se llevaría al pueblo con él. La historia oficial, la misma que se escribe con minúsculas en los libros de texto y en las academias, ha decidido olvidarle pero eso es imposible.

Por mucho que decreten su inexistencia, por mucho que los mandas decidan borrar su nombre, cada vez que alguien señale y denuncie la injusticia social, cada vez que alguien luche contra ella, aunque no lo sepa, está homenajeando a una de las más grandes personas que ha dado este país: Buenaventura Durruti, fallecido en Madrid un 20 de noviembre de 1936.

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