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¿Qué quiere de verdad el PP?

Pablo Casado, en una publicación de Instagram

Carlos Elordi

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El PP no va a parar en su ofensiva contra el Gobierno. Pablo Casado no tiene nada que perder manteniendo su actitud de crítica infame a cualquier movimiento que haga Pedro Sánchez. Esa es su única posibilidad de tener un mínimo perfil propio en medio de la crisis y los sondeos deben decirle que sus votantes no rechazan en medida significativa esa vía. Esa dureza es casi siempre inmoral y mentirosa y seguramente reduce la necesaria confianza que la ciudadanía habría de tener en la acción del Gobierno. Pero el PP debe creer que ese es el camino para propiciar un cambio drástico de la situación política.

No ahora, cuando la pandemia sigue haciendo estragos. Pero sí dentro de unos meses, cuando la crisis económica aparezca con toda su crudeza, que puede ser espantosa, pudiendo provocar una reacción de la opinión pública que arrase con los actuales y cada vez más precarios equilibrios políticos. Habría que calificar de mezquino a quien propicie males mayores en una situación ya de por sí dramática. Pero en política, sobre todo en la política de un Casado que sigue los dictados de José María Aznar, ese adjetivo no tiene cabida.

El objetivo último de esa línea de confrontación sin límites sería el de hacer morder el polvo a Pedro Sánchez. El de colocarle en una situación imposible que llevara al PSOE a acordar una coalición de gobierno con el PP, obviamente sin Pedro Sánchez y su gente y sí con socialistas de otras orientaciones. A la vista de cómo están yendo las cosas en los últimos días eso ya no es una utopía en la que, por cierto, creen algunos destacados miembros de la vieja guardia socialista.

Pero es también algo que se puede evitar. Sobre todo si el Gobierno hace las cosas de manera distinta a cómo las está haciendo, particularmente en las últimas semanas. Da la impresión de que Pedro Sánchez ha tomado demasiado al pie de la letra, e incluso exagerado, la condición de líder omnímodo que en la letra le confería el estado de alarma.

Esa prerrogativa pudo valer en las primeras semanas de la pandemia, cuando todo el país, incluidos los dirigentes políticos, tenían la sensación de que el mundo se estaba viniendo abajo. Pero cuando los indicadores han empezado a mejorar un poco, todos los demonios familiares de la política española han vuelto a escena y Sánchez ya no puede pretender mandar lo que en teoría la ley le permite hacerlo.

Esos problemas estructurales componen una lista muy larga. Por ir a los que aparecieron con más crudeza en los últimos tiempos, incluso antes de que estallara la pandemia, señalaremos tres. Uno: la debilidad de la izquierda que aún teniendo, dividida, más escaños que la derecha, sólo puede gobernar con el apoyo de los nacionalistas vascos y catalanes, socios siempre inquietantes porque sus prioridades están en sus territorios que ellos creen que más que autónomos son casi independientes.

Dos: el estado autonómico es una entidad prácticamente imposible de gestionar. Porque hay presidentes de muy distintas fidelidades políticas, y no sólo los que pertenecen al PP y al PSOE, sino porque todos y cada uno de ellos han montado su poder y ganado sus elecciones sobre la base de un ideario que no tiene mucho que ver con la idea de la solidaridad nacional. Y, en general, esa actitud, que también responde a una necesidad de supervivencia política, suele mandar sobre otras consideraciones. En los últimos días se empieza a ver que ahora también.

Tres: la derecha española tiene poco que ver con la mayoría de sus homólogas del resto de Europa. Cuando está en el gobierno y cuando está en la oposición. Y eso ocurre desde hace ya unas cuantas décadas. Porque entiende que su poder sólo puede asentarse en la destrucción del rival y rechaza por principio la posibilidad de convivir con el mismo y no digamos con los nacionalismos periféricos. Porque sigue sin haber asumido la democracia y ésta sólo le interesa si sus instrumentos le favorecen.

Y porque, cuando menos en lo que se refiere a la mayoría de los cuadros que mandan en el PP, ningún planteamiento moral o de ética política limita sus movimientos. Vox exacerba esos comportamientos hasta el paroxismo. Y su existencia agrava negativamente las actitudes del PP, ya de por sí bastante más próximas a las de la ultraderecha que a las del conservadurismo europeo.

Esas, y otras cuantas más, son condiciones que hacen muy difícil a un gobierno de izquierdas la gestión de un reto tan enorme como la pandemia y la catástrofe económica que ha provocado. Ante tanta dificultad potencial, a mediados de marzo Pedro Sánchez optó por tirar por el camino de en medio, el de asumir todos los mandos, para luego, a los pocos días, proponer un pacto de salvación nacional que, hoy por hoy parece cada vez más imposible.

Empieza a estar claro que ya hace algunas semanas tenía que haber modulado ese planteamiento inicial. Que tenía que haberse abierto a un diálogo de calado con los gobiernos autonómicos, los que controlan los nacionalistas y los demás. Y también con el PP, por mucho que Casado le denostara día tras día sin excepción. Para que las medidas sanitarias, económicas y sociales que sin pausa ha venido aprobando el Gobierno, aparecieran como fruto de un mínimo consenso, cuando menos las más sustanciales.

Eso no ha ocurrido. Debería empezar a ocurrir. La infernal polémica que ha generado el plan de desescalada, que seguramente tiene muchos fallos e improvisaciones, podría ser la ocasión de iniciar ese nuevo camino. Pero de verdad, no para poderlo decirlo en la tele. Entre otras cosas porque los nacionalistas vascos y catalanes no van a permitir juegos. Ambos tienen elecciones en el horizonte, posiblemente más próximo en el caso de los primeros, y tienen que aparecer ante sus públicos como que no sólo no ceden ante Madrid, sino que incluso le imponen sus criterios. Esas cosas se pueden asumir en el curso de una negociación inteligente. Lo contrario equivaldría a abrir una espiral que puede terminar muy mal para la izquierda.

Y aunque le cueste mucho, y se entiende, Pedro Sánchez también tiene que empezar a hablar con Pablo Casado. Aunque sepa que no va a sacar nada de esos contactos. Pero cuando menos para hacer ver al mundo que gira en torno a la derecha que él sabe comportarse, lo cual podría ser una manera de aumentar su peso político. Y ese mensaje sería muy conveniente cuando la cúpula empresarial, que pulula por ese mundo, parece que está perdiendo la compostura colaborativa que mostró en las primeras semanas de la pandemia. Y que ahora, como si fuera la piedra filosofal contra la crisis, lo que pide es que los ERTE se prolonguen indefinidamente. “Para que no haya quiebras de empresas y no venga una crisis financiera”, ha dicho Antonio Garamendi. Como si eso no costara nada.

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