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Sobre este blog

Amnistía Internacional es un movimiento global de más de 7 millones de socios, socias, activistas y simpatizantes que se toman la lucha contra las injusticias como algo personal. Combatimos los abusos contra los derechos humanos de víctimas con nombre y apellido a través de la investigación y el activismo.

Estamos presentes en casi todos los países del mundo, y somos independientes de todo Gobierno, ideología política, interés económico o credo religioso.

“Somos humanos, ¿cuánto tiempo podremos aguantar esta situación?”- Historias de los campos de refugiados de las islas griegas

Las condiciones en el campo de Souda, en Grecia son especialmente duras © Giorgos Moutafis/Amnesty International

Almas Korotana

Amnistía Internacional —

No se engañen: aquí también es invierno. Y desde hace meses se sufre un intenso frío y una humedad que aún tardarán en desaparecer. Por eso pedimos al primer ministro griego, Alexis Tsipras, que traslade a todas estas personas al continente, donde podrán cuidarlas mejor en espera de que se decida su suerte.

En la actualidad, hay 15.000 personas atrapadas en las islas griegas, la inmensa mayoría de las cuales ha huido de la guerra en sus localidades de origen. Tras el acuerdo alcanzado en marzo de 2016 entre la Unión Europea y Turquía, miles de personas se han visto obligadas a permanecer aquí, mes tras mes, mientras las autoridades griegas se preparan para enviarlas a toda prisa a Turquía. Y es que el acuerdo parte de la premisa de que Turquía es un país seguro para los refugiados y refugiadas sirios... pero no lo es.

Muchas personas lo han considerado un éxito, ya que ha reducido el número de llegadas a Grecia. Sin embargo, no pasa de ser una maniobra más de la Unión Europea para eludir su responsabilidad con respecto a la población refugiada y hacer que la asuman otros países, condenando a miles de personas vulnerables a espeluznantes condiciones de vida.

Durante nuestra visita hemos hablado con decenas de ellas: unas han llegado solas o y otras acompañadas por familiares de corta edad, de quienes tienen que hacerse cargo. Proceden de toda la región de Oriente Medio y norte de África, o de otros lugares, como Siria, Afganistán, Kuwait, Eritrea y Somalia.

Antes de llegar a los campos tenían vidas normales, como las de cualquiera. Trabajaban en la ingeniería, en una panadería o en una tienda, se dedicaban a la construcción o a la agricultura, ejercían como abogados y abogadas, estudiaban o daban clases como docentes. Pero ante una situación de peligro extremo, no tuvieron más remedio que huir de sus hogares, y ahora se encuentran en Grecia, en los campos de Vial y Moria.

En el primero de ellos, en la isla de Quíos, hay unas 2.000 personas refugiadas. Algunas de ellas —las que tienen “suerte”— viven en una especie de contenedores de transporte. Estas viviendas son —al menos— secas y sólidas, aunque con frecuencia siguen siendo muy frías, sobre todo por la noche. El resto tiene que arreglárselas en una gran tienda de lona, dividida con mantas en decenas de improvisadas habitaciones. En cada habitación hay varias personas que viven en la más completa oscuridad, porque han añadido más mantas para aislar el espacio y proteger su intimidad.

De hecho, son incontables los refugiados y refugiadas que nos hablan del frío que pasan por la noche, tanto que no pueden dormir por las bajas temperaturas, o por el ruido del viento al golpear con violencia contra la lona que los protege. Sus rostros delatan, a las claras, el más completo agotamiento, tras semanas o meses de mal dormir.

Hablamos con un hombre eritreo llamado Saare*, quien afirma que, a la hora de trasladar a la gente a otros lugares, se da prioridad a otras nacionalidades, y que no entiende por qué. Tristemente, las tensiones entre grupos son una realidad cuando se obliga a personas a convivir en circunstancias muy difíciles.

Saare está aquí con su esposa, y ambos viven con otras 12 personas en un contenedor. Dice que necesitan intimidad, pero, por supuesto, aquí es imposible. No les han dado cita hasta marzo para informarles sobre su futuro, así que tendrán que limitarse a esperar.

También hablamos con Doumi, un joven kuwaití de 18 años que lleva cuatro meses en Vial. Llegó aquí a través de Turquía, en una embarcación compartida con otras 60 personas, algunas de las cuales murieron por el camino. Vino solo y asegura que, de momento, ni siquiera puede pensar en el futuro; sólo piensa en cómo salir de aquí. Es desolador ver a una persona tan joven —que debería tener toda la energía del mundo— con tan pocas esperanzas.

Luego hablamos con una acogedora pareja siria, que nos invita a pasar a su tienda para hablar y coloca en el suelo unas mantas para que nos sentemos. Es asombroso que la gente tenga la paciencia necesaria como para seguir siendo hospitalaria incluso aquí. La mujer, de nombre Haya, podría tener cáncer de mama, y nos enseñan las radiografías que trajeron de Damasco, guardadas en un sobre. Dice que el personal médico del campo se lo está tomando en serio, pero que son muy lentos, y le preocupa que al final sea demasiado tarde para ayudarla. Su esposo, Joram, afirma que lo único que quiere es cuidar de su esposa, y que sus hijos vayan a la escuela.

Llama la atención —aunque no sorprende— que todos los padres y madres con los que hemos hablado piensen tan poco en sí mismos y en su futuro. Sólo quieren una vida mejor para sus hijos e hijas, que estén a salvo, que no pasen frío y que reciban educación. No es pedir demasiado y, sin embargo, quienes están aquí tienen que batallar para conseguirlo.

Más tarde, conocemos a Sayid, un joven sirio de poco más de 20 años. Lleva aquí tres meses y ha dejado atrás, contra su voluntad, a su esposa y a su bebé de ocho meses. Sayid nos dice que quiere tenerlos con él, y que le preocupan su padre y su madre, con quienes no ha hablado desde hace 20 días, cuando un ataque aéreo alcanzó el pueblo donde viven. Explica que tiene dinero, y que lo único que necesita para salir de la isla son los papeles. Su deseo es ser profesor: “quiero ir a la escuela para empezar de nuevo”.

Cuando le preguntamos si podemos hacerle una foto, nos dice que no. Muchas de las personas con las que hemos hablado no han querido que les hagamos fotos. Les preocupa que pueda haber problemas con los guardias del campo. Como es obvio, no quieren que las manden de nuevo a sus países ni que su proceso de traslado para salir de la isla se ralentice. Es más seguro mantener el anonimato.

Probablemente, los que tienen menos posibilidades de salir pronto del campo son los hombres que llegan solos, porque se les da menos prioridad. No se los considera “vulnerables” (etiqueta reservada, por ejemplo, a las mujeres embarazadas y a quienes padecen problemas de salud considerados graves) y, por tanto, pueden languidecer en el campo durante periodos superiores a un año.

En Moria (isla de Lesbos) conocemos a Jaah, un joven afgano que, entre bromas, asegura que, desde que está aquí, ha envejecido tanto que le han salido canas. Pero sus divertidos comentarios adquieren tintes desgarradores cuando nos cuenta cómo antes pensaba trabajar, estudiar, viajar... y ahora, ni siquiera piensa en ello. “Una semana aquí, y te vuelves loco”, concluye.

Jaah forma parte de la comunidad afgana del campo de Moria, en el que viven la friolera de 7.000 personas, es decir, casi tres veces su capacidad. El “líder” de la comunidad afgana es un hombre llamado Abdul, que exhibe una actitud claramente protectora hacia los más jóvenes, quienes, a su vez, parecen considerarlo una figura paterna. A Abdul le enfurece que hagan esperar meses o años a estos hombres, para acabar rechazando sus solicitudes de asilo y mandándolos a casa. Se pregunta por qué no pueden comunicárselo antes, en lugar de hacerles perder el tiempo. “Somos humanos. ¿Cuánto tiempo podremos aguantar esta situación?”, reflexiona.

En Moria también conocemos a una mujer yemení de 30 años llamada Adelina, que nos describe un altercado ocurrido hace poco tiempo. Vive en un ala del campo reservada sólo a las mujeres, pero una noche varios hombres empezaron a tirar piedras y a romper las vallas y ventanas que rodean el área. Caminaban enmascarados, irrumpiendo en los contenedores de las mujeres y robando objetos. Las mujeres se refugiaron en sus contenedores, bloqueando la puerta con las camas, hasta que pasó el peligro y pudieron salir. “La policía lanzó gases lacrimógenos, así que teníamos la cara cubierta de lágrimas mientras seguíamos en la habitación. No sabíamos qué pasaba.” La policía se fue a la una de la madrugada, sin haber solucionado la situación, y no volvió hasta las seis de la mañana.

Las noticias hablan sobre cifras de personas refugiadas, pero lo que importa es cada una de las innumerables historias impresionantes, amargas y únicas historias que hay aquí. Tantas que no podemos mencionarlas todas.

Como la historia de los padres y madres que, el primer mes, recibieron pañales y leche para sus bebés, y desde entonces no han vuelto a tener acceso a esos artículos. O la de las comidas, de mala calidad y demasiado escasas como para aguantar hasta la siguiente. O la del terrible tedio de esperar por tiempo indefinido hasta que te permitan continuar o te envíen de vuelta a casa. O la del miedo de ir por la noche al baño, porque no sabes con quién te puedes encontrar allí. O la de la espera para ver al médico, a las cuatro de la madrugada, para que te despachen horas más tarde con un par de pastillas que no sirven de mucho. O la de los cientos de niños y niñas que se ven obligados a pasar parte de su infancia en el fango, sin poder asistir a la escuela.

O la de la depresión y la ansiedad que se propagan, como un incendio, por el campo.

Historias de padres y madres, hermanos y hermanas, niños y niñas que quedaron en sus países, con la esperanza de que algún día pudieran volver a por ellos para llevarlos a un lugar seguro.

Historias de mujeres en avanzado estado de gestación que duermen en el suelo de una tienda, porque no tienen dónde ir.

Y miles de historias más que nos es imposible transmitir.

Como visitantes del campo, nos resulta difícil aceptar que seres humanos de carne y hueso pasen siquiera una noche en estas condiciones. Y no digamos meses, o incluso años.

Estas personas están atrapadas aquí, con sus vidas paralizadas. Se encuentran en un limbo, en espera de un destino que podría ser terrible, como el de tener que volver a los peligros de los que huyeron arriesgándolo todo. Si tienen suerte, podrán comenzar una nueva vida en algún lugar seguro. De cualquiera de las formas, puede que tarden mucho en saberlo.

No es justo: necesitan y merecen la esperanza de un futuro mejor. Pidan al primer ministro griego, Alexis Tsipras, que actúe de inmediato, y que dé el primer paso para sacar de las islas a la población refugiada.

*Para proteger la identidad de los y las protagonistas, hemos utilizado nombres ficticios.

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Amnistía Internacional es un movimiento global de más de 7 millones de socios, socias, activistas y simpatizantes que se toman la lucha contra las injusticias como algo personal. Combatimos los abusos contra los derechos humanos de víctimas con nombre y apellido a través de la investigación y el activismo.

Estamos presentes en casi todos los países del mundo, y somos independientes de todo Gobierno, ideología política, interés económico o credo religioso.

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