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CRÍTICA

'La región salvaje', cine social con tentáculos

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Rubén Lardín

Una sociedad ideal deberían formarla individuos, pero tradición y costumbre imponen otra unidad celular: la familia. Dentro de esa prisión ocurren cosas, y no todas buenas, por eso es aconsejable contar con una región salvaje en la que significarse.

Amat Escalante, mexicano nacido en Barcelona, es un cineasta reactivo, de los que sostienen al espectador en el aire para en algún momento soltarlo al vacío. Es por eso que su cine funciona tan bien en el circuito de festivales, porque da que hablar.

El director de Sangre, Los bastardos o Heli, películas que exploraban las periferias de las relaciones, de las comunidades y de la moralidad, persevera en esos intereses y propone ahora seguir a Alejandra, joven madre y ama de casa en una pequeña ciudad de México, hasta una cabaña aislada en el bosque.

Deseo y represión

La región salvaje vendría a ser el lugar donde se amplía el territorio erótico más allá de los códigos sociales, de lo aceptable e incluso de lo posible. Se trata de un refugio ominoso pero también de liberación, un lugar para el abandono y un lugar de control. Un paraje mental que es el subconsciente de los personajes, que en este caso anhelan una experiencia reparadora, aunque conlleve su destrucción.

El dibujo dramático es un triángulo. Alejandra está casada con Ángel y es hermana de Fabián, dos hombres en liza particular: el primero siente por el segundo una pulsión violenta que es incapaz de gestionar. La existencia de los tres se verá trastornada cuando en escena aparezca Verónica, que sabe de un lugar en el bosque donde mora una ser de otro planeta capaz de llevar la sexualidad de cada uno a un apogeo desconocido hasta entonces.

Amat Escalante ejerce en su cine de guía moral, acerca su candil a las zonas más oscuras de nuestra naturaleza e ilumina las fallas del aparato social. Su talento radica en el retrato de los ritmos cotidianos y en la cristalización de la nada, del vacío. Borda con especial esmero las frustraciones y la ausencia de significado de muchas de nuestras conductas. El suyo es un cine de signo intelectual, donde se detecta siempre un rasgo de clase, que se abstiene de teorías pero señala los síntomas de una especie enferma de incomunicación. De hecho, la escena más estremecedora de La región salvaje es el instante en que una familia cena en silencio en torno a su televisor.

Poliamor a feira

El erotismo es una materia en la que solo caben dos acepciones, la agreste o la excepcional. Escalante elige las dos y para ello se mira en el Lars von Trier de Anticristo, a quien le debe esa escena en un cráter que es la cima de su película, o en antipornos cósmicos como la todavía reciente Under the Skin. En su formidable grosería también nos retrotrae a títulos como Rabia o Vinieron de dentro de…, pioneros del horror venéreo que hoy nos llevan a ver La región salvaje como un Cronenberg de colegio de pago.

Escalante, todavía treintañero, se mira en maestros del erotismo filosófico, la misoginia y la presión atmosférica pero le puede la generación, le traiciona la biografía y cuando busca su vehículo para materializar el tabú cita al Andrzej Zulawski de La posesión, a cuya memoria está dedicada la película, pero a efectos prácticos acude a la carnalidad del hentai, a los recodos del erotismo japonés y en concreto al llamado shokushu goukan, el porno-terror de tentáculos fálicos, en parte una tradición centenaria (su icono sería El sueño de la mujer del pescador que Hokusai dibujó en el siglo XVIII), en parte artimaña de animadores y mangakas para burlar la censura sobre los genitales que durante mucho tiempo afectó a la representación figurativa en Japón.

La presencia del cefalópodo alude también a Lovecraft, cuyas pesadillas venidas casi siempre de las profundidades (marinas, del espacio o del tiempo) responderían a una naturaleza de represión psicosexual.

Y así, entre el terror, la pornografía y la ciencia-ficción, La región salvaje va haciendo acopio de referencias pero huye del remedo y se logra una película magnética que elige la ambigüedad. Un relato cuya fuerza está en lo que escatima, que deja algo por descifrar y que va más allá del machismo y la homofobia que conducen la trama y que estarían eclipsando una lectura más abstracta y sugerente, la obvia: la del sexo como maldición, como entidad alienígena y arrolladora de la que somos materia prima. Un drama.

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