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10.000 refugiados en Italia viven fuera del sistema de integración

Pancarta colgada en la fachada del centro que dice "Somos refugiados, no terroristas" | Foto: Ismael Monzón

Ismael Monzón

Roma —

A dos pasos del nudo que une todos los caminos que llegan a Roma, la estación de trenes de Termini, se alza una enorme pancarta que anuncia: “Somos refugiados, no terroristas”. Luce colgada de un edificio heredero del fascismo, la última etapa urbanística floreciente que ha visto una ciudad con más de 27 siglos de historia.

Simon Rezene afirma que la levantaron como respuesta al ministro del Interior, Angelino Alfano. Durante un debate parlamentario hace dos meses, el responsable de la seguridad italiana afirmó que el desalojo del centro, donde viven desde 2013 cerca de un millar de ciudadanos eritreos en un limbo legal, era una “cuestión prioritaria” para la Delegación del Gobierno de la capital italiana. El partido derechista Fratelli d'Italia interpelaba a Alfano, bajo la acusación de que entre los eritreos que viven en estas instalaciones se encuentran “traficantes de seres humanos”.

El caso es que dos meses después, el edificio sigue intacto y sus habitantes, impertérritos. El complejo se compone de cinco pisos de oficinas que un día fueron propiedad de un consorcio público de trabajadores agrarios, ocupadas al amparo de un colectivo que se ocupa de la inmigración en Italia. En todo este tiempo sólo algunas voces han clamado contra la inseguridad, pero la Administración hasta ahora ha mirado a otro lado.

Según Médicos Sin Fronteras, en Italia cerca de 10.000 personas viven en poblados ilegales a techo descubierto o en centros ocupados como este, con el que ya suman 27 los asentamientos de este tipo, con más de 50 inquilinos cada uno.  

Por la puerta principal, ubicada en la Via Curtatone, no paran de entrar hombres, mujeres y niños. Simon, que actúa como coordinador del centro, se empeña en mostrar uno de los vestíbulos en el que quedan aparcados los carritos de bebé para demostrar que casi la mitad son menores. Sostiene que su experiencia es paradigmática. Llegó a Italia en 2008, obtuvo el asilo, pasó unos meses en un centro de acogida y ante la falta de oportunidades se instaló en este edificio.

Habla perfectamente italiano y por eso se ofrece para ejercer de guía por los pasillos de esta mole de hormigón. “Todos los que estamos aquí tenemos nuestros papeles en regla, obtuvimos el asilo y lo vamos renovando periódicamente”, afirma. “Pero nadie se ha ocupado de nosotros, el sistema de acogida en Italia no existe”, prosigue.

En medio de la charla, se topa con un niño de cinco años que juega solo en un rellano. Su familia vive dos pisos más arriba. A la conversación, desde las escaleras, se une el pequeño, que dice –también en italiano– que asiste al colegio cada día. Su madre, Salam, apenas es capaz de pronunciar un par de palabras en el idioma del país en el que vive desde hace tres años.

La joven, que asegura tener 25 años, narra que su travesía fue como la de tantos otros. Llegó a Italia desde las costas libias cuando todavía no había explotado la última crisis migratoria y sin ni siquiera pasar por un centro de acogida decidió refugiarse en este edificio. Vive con su hijo de cinco años y otro de dos, nacido ya en Italia. Su marido ha viajado desde Eritrea a Sudán para intentar seguir el mismo camino y unirse a su familia jugando la carta de la reunificación familiar.

Salam invita a pasar a su habitación, en la que cuenta con luz, agua y varios pósters con mensajes cristianos que adornan el cabecero de su cama. La población eritrea se reparte más o menos a partes iguales entre musulmanes y cristianos, aunque en este centro son mayoría estos últimos. Salam afirma que los únicos que se ocupan de ellos son organizaciones como Cáritas, el también católico centro Astalli o Médicos Sin Fronteras (MSF).

Este último colectivo ha hecho un mapa en Italia de esta población que permanece al margen de toda asistencia del Estado. Según su informe Fuori campo (Fuera de campo), en donde se alertaba de la cifra de 10.000 personas viviendo en este tipo de asentamientos, la edad media de sus inquilinos es de 34 años, aunque hay mayores de 60 y un número muy elevado de menores. Sólo el 15% son mujeres, ya que entre los migrantes africanos lo más común es que sean los hombres los primeros en salir.

Exclusión del sistema sanitario

La permanencia en estas instalaciones es de casi un año y medio, lo que indica que la mayoría realizó ya todos los trámites o no tiene intención de hacerlo. En muchos casos, obtuvieron el asilo, pero no encontraron el futuro deseado. Sólo el 25% de ellos tiene un trabajo.

MSF denuncia además que sólo uno de cada tres migrantes con permiso de residencia accede a la medicina general, pese a que la ley italiana reconoce que todo ciudadano con este tipo de documento tiene derecho a estar inscrito en el servicio nacional sanitario. Lo que concluye el presidente de Médicos Sin Fronteras Italia, Loris Di Filippi, es que su país “no se ha preocupado por la integración”.

En Italia actualmente 115.000 migrantes se hospedan en diferentes centros de acogida, según datos del Ministerio del Interior. Las instalaciones están ya al máximo, aunque para periodos breves el Gobierno calcula que podría albergar hasta 160.000 personas. El plan es habilitar unas 2.000 plazas más en las próximas semanas, pero tras la última oleada que ya ha traído a cerca de 45.000 personas a Italia este año, a la Administración se le agotan los recursos.

Simon reconoce que lo que tienen es muy poco, “pero es mejor que nada”. “Vemos cómo es la situación y nosotros al menos podemos comer, tenemos un techo y nos sentimos arropados”, agrega. Pide que el Estado se ocupe no sólo de la acogida, sino de la integración. Pero, sobre todo, reclama que al menos les dejen conservar “lo poco” que han conseguido.

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