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“Mejor lo guardo para luego”: los videojuegos nos enseñaron a ahorrar entre sonrisas y aventuras alucinantes

Super Mario, uno de los héroes de nuestra infancia (Foto: Tom Newby Photography en Flickr)

David G. Ortiz

Todos los miembros de las generaciones de los 70 u 80 en adelante llevamos un pequeño jugón dentro. Afloró durante nuestra infancia y nos mantuvo atados durante horas a un mando, frente a una pantalla, guiándonos de aventura en aventura mientras rescatábamos princesas, restaurábamos el equilibrio universal o encontrábamos el tesoro más preciado de una galaxia mágica y poco realista.

Aunque parezca mentira y se destaquen a menudo los aspectos contrarios (que si los videojuegos son violentos, nos vuelven solitarios y asociales, nos aíslan...), entre ceros y unos aprendimos valores como la amistad, el compañerismo, el trabajo en equipo, la gallardía, la entrega, el sacrificio... Las cosas como son: la mayoría de nuestros héroes pixelados son modelos de conducta más sanos y encomiables que la Belén Estaban y el Jorge Javier de turno con los que hoy en día meriendan muchos niños y adolescentes. Madres del mundo, recapaciten...

Sí, lo suyo es salir a la calle y jugar en el parque con los otros niños, ir a clases extraescolares de baloncesto, piano y ajedrez y volver a tiempo a casa para hacer los deberes, cenar y dormir de un tirón hasta que la alarma suene a la mañana siguiente señalando el inicio de otro día de colegio. Pero una tarde de cuando en cuando, pongamos que los días lluviosos, no tiene nada de malo disfrutar las gestas virtuales de una serie de improvisados maestros con mucho que enseñarnos.

A lo mejor no te has parado a pensarlo, pero en el fondo de cada cartucho de la NES había una lección valiosa en busca de alumnos para ser impartida. Por ejemplo, y fíjate si esto es importante en los tiempos que corren, la enseñanza del ahorro. Sí, la del ahorro. A pesar del precio de los juegos y de las tardes de llantina pidiendo a mamá y papá que nos regalen el plataformas de moda.

Digamos que llevas media tarde atravesando mazmorras infestadas de orcos, has logrado acabar con un par de jefes finales bastante amenazadores y has resuelto varios puzzles verdaderamente complicados, de esos que estás orgulloso de haber logrado superar sin guía. Estás en tu mejor momento y, de repente, como recompensa por tus múltiples logros, recibes un objeto de valor incalculable, asombrosas propiedades y un poder más que suficiente para cambiar el curso de la historia.

Se trata del arma definitiva, la esencia de la inmortalidad o la llave que abre y cierra las puertas entre la vida y la muerte. Es algo fabuloso. Evidentemente, es tan raro y único que solo tienes uno y es altamente improbable que logres hacerte con otro en el futuro. Además, sus devastadores efectos duran extremadamente poco y deben ser utilizados con cautela, solo en el momento preciso. Seguro que llegará ese momento, piensas. Merece la pena esperar. Pero ese momento nunca llega.

Es demasiado valioso para usarlo. Tal es su carácter especial que lo guardas celosamente en tu inventario durante toda la partida, incapaz de malgastarlo. Te ha costado tanto esfuerzo conseguirlo... Total, si te puedes ir apañando con utensilios menores, de esos que compras en la tienda por cuatro perras o encuentras en un cofre cada cuatro pasos. Nada, ahí se queda.

Hagamos memoria. ¿Jugaste en su momento al mítico 'Medievil'? ¿Te acuerdas de Megwynne? Sí, hombre, era uno de los personajes de la galería de héroes, un ama de casa que sobrevivió a una invasión con una horquilla y un rodillo mientras llevaba a su bebé en el otro brazo. ¿Recuerdas que te entregó el arma más poderosa del juego? ¿Aquellos rayos que nunca usaste porque (al menos sin trucos) era imposible recargarlos? Pues ahí tienes tu primer ejemplo.

Un par de ellos aún más míticos los encontramos en la saga Pokémon. ¿Te acuerdas de la Master Ball? Podía dar caza a cualquier criatura por poderosa que fuera, pero solo recibías una durante todo el juego y conseguir otra era cuestión de suerte. Si jugabas sin trucos (se podían clonar), probablemente la tuviste durante toda la aventura a la espera del rarísimo Mewtwo o algo por el estilo. ¿Y el caramelo raro? ¿Te acuerdas del caramelo raro? Subías un nivel por la cara, ideal para los bichos que ya estaban por encima del 90 y eran muy complicados de entrenar.

Otro más: las flores de Super Mario, que te daban la habilidad de lanzar bolas de fuego a tus enemigos. Sabías perfectamente que en cada nivel había unas cuantas escondidas, pero te las guardabas por si las cosas se ponían difíciles. Lo mismo que pasaba con los cartuchos de tinta del Resident Evil. Apurabas al máximo antes de guardar la partida para no tener que usarlos y más de una vez te arrepentiste al acabar bajo tierra por no haber calculado bien tus fuerzas.

Aún más mundano es lo que sucedía en Pro Evolution. Si se te iba la mano con los fichajes y entrabas en números rojos, fin de la partida. Tiene narices... El único sitio donde los clubes no pueden tener deudas son los videojuegos. Menuda paradoja.

Y podríamos seguir así durante horas. Las granadas del Metal Slug, los megaelixires de Final Fantasy, los coches más molones del GTA que siempre acaban en el garaje... Los ejemplos se cuentan por decenas y todos vienen a ilustrar lo mismo: los videojuegos nos enseñaron a valorar las cosas, a ahorrar y a ser previsores.

Ojalá los que manejan los hilos de la economía mundial hubieran sido jugones de pequeños. Igual ahora las cosas nos irían un poco mejor...

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