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Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

Autores:

Aina Gallego - @ainagallego

Alberto Penadés - @AlbertoPenades

Ferran Martínez i Coma - @fmartinezicoma

Ignacio Jurado - @ignaciojurado

José Fernández-Albertos - @jfalbertos

Leire Salazar - @leire_salazar

Lluís Orriols - @lluisorriols

Marta Romero - @romercruzm

Pablo Fernández-Vázquez - @pfernandezvz

Sebastián Lavezzolo - @SB_Lavezzolo

Víctor Lapuente Giné - @VictorLapuente

Luis Miller - @luismmiller

Lídia Brun - @Lilypurple311

Sandra León Alfonso - @sandraleon_

Héctor Cebolla - @hcebolla

Discípulos y diputados

Alberto Penadés

La disciplina de los partidos es un hecho generalizado, no una especie de aberración ibérica. Que pueda parecer que los diputados españoles no hagan otra cosa que votar lo que les dicen –en lugar de investigar, debatir ideas, promover propuestas, dar información a los ciudadanos, etc.- no debe confundirse con el supuesto mal de que, cuando haya que votar, voten lo que indican los líderes parlamentarios (siguiendo, es de suponer, acuerdos tomados en la sede correspondiente). Lo primero, en la medida en que es cierto, puede ser resultado de nuestro sistema institucional: listas cerradas, partidos provinciales, modo de organización de los comités en el Congreso, reglamento de la Cámara… Lo segundo es lo que sucede en cualquier democracia parlamentaria como la nuestra, al menos casi siempre. Gracias a que la disciplina de los partidos es un hecho, muchas cosas funcionan bien. Incluso es necesaria para que las violaciones de disciplina funcionen como alarmas internas. Se puede discutir sobre si convendría que fuera un poco más flexible, pero es un bien indiscutible, incluso para quienes, alguna vez, la incumplen.

El mayor condicionante de la disciplina de partido no es el sistema electoral, sino el hecho de que el gobierno se sostenga en el parlamento: ser una democracia parlamentaria y no presidencialista. En las democracias de este tipo el principal papel de los partidos es permitir la formación y el funcionamiento de los gobiernos, o echarlos abajo cuando la ocasión sea llegada. En estos casos nunca se observa que una parte de un partido apoye a un gobierno y otra no. Esta es la razón de mayor peso para considerarlos actores unitarios.

Aunque en estos días pasados se han puesto los ejemplos de Alemania y Gran Bretaña como ejemplos de sistemas donde los diputados tienen mayor “libertad de voto”, el hecho es que el índice de unidad de sus partidos, medida como coherencia en las votaciones (conocido como índice de Rice: votos a favor de la dirección menos votos en contra) tiene valores normalmente superiores al 95%, y con frecuencia cercanos al 99% (eso equivale a un 99% de votos a favor y un 1% de abstenciones, o un 99,5% a favor y un 0,5% en contra). En las democracias parlamentarias, como son todas las europeas, los valores de este índice rara vez bajan del 90% (aquí hay una referencia, aunque los datos tienen ya algunos años: http://goo.gl/u3V46). En los sistemas presidencialistas, como Estados Unidos, Rusia o las repúblicas latinoamericanas, donde los partidos parlamentarios no tienen que sostener al gobierno (su presidente lo eligen directamente los ciudadanos y su duración está fijada), la indisciplina y el voto independiente son más frecuentes, pero con mucha moderación: lo normal es que el índice de unidad oscile entre el 70% y el 80% (aquí hay una referencia bastante completa http://goo.gl/gPqte).

Naturalmente, hay variación entre países y entre partidos, y las listas cerradas y bloqueadas contribuyen a la disciplina de voto, pero no son su impulso ni su soporte. Es posible que el hecho de que en Finlandia los partidos tengan menos disciplina que en España se explique en parte por las listas abiertas, pero hay muchas otras cosas que influyen (la organización del parlamento y de los partidos), y es importante entender que el nivel de disciplina es muy alto en los dos casos.

Quienes estudian estas cosas están de acuerdo en considerar que la disciplina tiene un gran valor de eficacia a la hora de captar los votos, pues los votantes tienen más claro lo que eligen cuando votan, y por eso la observamos incluso en democracias presidencialistas (y con sistemas electorales de voto personal). Para los políticos la cuestión no está tan clara, salvo para los líderes. No hay ninguna razón, salvo en contadas ocasiones –para parecer estratégicamente flexible- por la que un líder no quiera un partido disciplinado; sin embargo, los parlamentarios medios, una vez elegidos, tenderán a preferir menos disciplina si así creen mejorar sus posibilidades de hacer avanzar sus carreras individuales.

En 1997 el CIS hizo una interesante doble encuesta a ciudadanos y a parlamentarios en la que se formularon algunas preguntas comunes sobre este tipo de cuestiones. En ella se observaba que los ciudadanos, aunque estaban muy confusos al respecto, valoraban la disciplina más que los diputados. En particular, el 40,3% de los entrevistados creían que los partidos deberían tener más unidad, frente al 36% que pensaban que deberían debatir más pues había demasiada unanimidad interna. Sin embargo, entre los diputados entrevistados (154), el 72% creían que había demasiada unanimidad y sólo el 22% reclamaban mayor unidad. Desgraciadamente, la pregunta por la disciplina de voto no se formuló de forma comparable a ciudadanos y parlamentarios, pero incluso en una redacción dudosa se detectaba que los votantes tenían mayor preferencia por el voto disciplinado estricto (34%) que sus representantes (29%). (El análisis de estas encuestas puede verse en Mónica Méndez y Antonia Martínez: “La representación política en el Congreso español”, en A. Martínez (ed.) El Congreso de los Diputados en España, Tecnos: 2000; se trata de los estudios 2240 y 2250 del CIS).

Creo que cabe elogiar el olfato ciudadano en este punto. La unidad de los partidos es condición necesaria para la rendición de cuentas, la claridad en la relación de representación y la responsabilidad de los gobiernos. En este sentido, las declaraciones del diputado IU y autor de varios libros A. Garzón (1985), por escoger unas al azar, son perfectamente representativas de un estado de opinión que es frecuente entre nosotros y que creo que da la espalda a los hechos comunes y corrientes: “La disciplina de voto es el reflejo de cómo funciona la mayoría de partidos. Son endogámicos y oligárquicos, y están controlados por unos pocos que acaban tejiendo unas redes clientelares y un mercadeo de votos”. Para él, las votaciones en los Parlamentos tienen “más de teatro que otra cosa”, porque la disciplina de voto “anula el debate político, que es la esencia de una Cámara, y el diputado se convierte en un mero títere”. (El País, 28 de febrero 2013). Lo mejor que puede decirse es que por tratarse el suyo de un partido ajeno a la responsabilidad de gobierno en el Congreso, sus frases confirman indirectamente la tesis antes expuesta.

La disciplina y unidad en el voto no es condición suficiente, por desgracia. Si los partidos no tienen unidad programática, y mejor si está formulada en torno a principios lo bastante generales, cabe pensar que la disciplina es pura rigidez, una traba inútil y tal vez contraproducente, que dificulta el reemplazo de líderes y la propuesta de ideas del tipo necesario. Cuando la unidad existe, los debates pueden ser muy vivos y las votaciones disciplinadas (pace Garzón, véase el canal de televisión de los Comunes), pero la unidad mal puede esconder la falta de iniciativa.

En este sentido cabe diferenciar entre la indisciplina aleatoria y la sistemática. Celia Villalobos desmarcándose de su partido en cuestiones de derechos civiles es un caso de lo primero, el PSC apoyando el derecho a decidir es un caso de lo segundo. Un sistema inteligente de listas abiertas, y un reglamento de intervenciones distinto, podría favorecer que los casos como Celia Villalobos fueran menos raros, dándole color a las polémicas, aunque por supuesto seguiríamos teniendo un parlamento disciplinado. La indisciplina sistemática suelen originarla las facciones organizadas, y en esto hay bastante consenso (basado en casos como Italia y Japón): evítese siempre que se pueda. Los partidos territoriales son cosa distinta, como se sabe, pero el problema que plantean para la claridad en la responsabilidad si se quiere formar gobierno es, potencialmente, el mismo. La indisciplina no sistemática, sobre todo si se manifiesta en unas cuantas cuestiones “de conciencia”, no tiene por qué dañar la representación democrática. Es dañina si los parlamentarios empiezan a votar demasiado a menudo por sus intereses particulares (de su distrito, del grupo de presión con el que se identifican…). La indisciplina sistemática tiene mayor peligro de inutilizar el mecanismo básico de rendición de cuentas electorales: el voto a un partido que apoye o se oponga a un gobierno.

El ideal, sin duda, es que un grupo interno pueda organizarse para obligar a un partido a plantearse su posición o a clarificar su programa y, en ocasiones, remover a los líderes, pues sin ello la unidad no significa mucho. Pero si la flexibilidad se traduce en división permanente, lo más probable es que los ciudadanos la castiguen, por el buen motivo de que son adversos al riesgo y les gusta saber lo que votan. Y si esto no se conceptúa como indisciplina, con sus costes, sino como algo democráticamente fetén, entonces la inestabilidad está servida, y los partidos terminarán siendo inservibles. Díganselo a Bersani, cuyo partido (por no hablar de las tendencias desde fuera del partido) está dividido en al menos tres grupos y a duras penas obtiene más votos que cualquiera de los dos maestros de al antipolítica (Grillo y Berlusconi).

Disciplina viene de discere (aprender), su doble sentido nos recuerda que la vida de los discípulos en la escuela ha sido un tormento desde tiempos muy antiguos. Pero nos deja una asociación útil, que podemos recuperar para la disciplina de partido. Se puede y se debe experimentar para aprender, con un coste, pero menor que el de no ofrecer un programa que convenza.

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