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¿Para qué la democracia?

Jacinto Vaello

La democracia representativa que conocemos es cada vez menos funcional para los intereses del gran capital internacional. Observamos cómo se multiplican las acciones destinadas a estrechar el cerco y reducir el margen de maniobra de los representados. Y es curioso, cada vez más se tiene la sensación de que quienes se planteaban superar este modelo de ejercicio de la soberanía popular son o deberán ser quienes luchen por evitar su destrucción a manos de aquellos que decían ser sus más celosos defensores.

No hace falta ser muy estricto en los datos concretos: cada instancia de representación y decisión del Estado tiene sus vías de elusión de las exigencias democráticas. Basta con recordar de forma genérica cosas tan simples como las siguientes:

La conocida - y aceptada, en definitiva - intromisión del poder ejecutivo en los otros poderes del Estado, imponiendo la configuración del Tribunal Constitucional, moldeando a su antojo el CGPJ y el Tribunal Supremo, sometiendo por tanto al poder judicial, y también al legislativo, a la tiranía de la mayoría absoluta.

La enorme frecuencia con que las solicitudes de comisiones de investigación en el Congreso de los diputados reciben una respuesta negativa, o las comisiones que sí se constituyen pero cuya labor acaba en la nada; o la frecuente incomparecencia del jefe de Gobierno. Si esto es verdad en el Congreso, en el Senado lo es mucho más, con estas prácticas llevando a situaciones grotescas de hemiciclo vacío e incomparecencia del Gobierno. En España, los mecanismos institucionales y la cultura política desarrollada en los últimos años a nivel del Estado no están hechos para el ejercicio democrático: ¿alguien imagina que no se constituya una comisión de investigación en el Parlamento británico? ¿o que la labor de una comisión cualquiera acabe en nada? ¿o que el primer ministro no comparezca ante una situación comprometida?

El desprestigio creciente de los gobiernos autonómicos: están en tela de juicio a causa de su intensa historia de despropósitos en la gestión, decisiones irracionales de inversión y corruptelas generalizadas, que los deja en muy mal pié. Además, durante una época se solía suponer que ello estaba circunscrito a algunas CCAA que se representaban como el paradigma del mal gobierno, con la Comunidad Valenciana a la cabeza. Pero a este nivel se extiende el mismo tipo de mal que en las otras administraciones: a fin de cuentas no hacen sino reproducir una cultura de irresponsabilidad política que es muy anterior a su existencia como instancia del estado.

El oscurantismo es extremo en las diputaciones provinciales: nadie tiene muy claro cómo se constituyen ni cómo actúan, pero lo cierto es que manejan unos presupuestos significativos sin dar cuentas a los ciudadanos. Son el reino del caciquismo en versión moderna y del nepotismo desenfrenado. Cuando en algún momento se habló de suprimirlas todo fue negativa y resistencia, aunque lo cierto es que quienes lo proponían tampoco pusieron mucho empeño en ello.

En las administraciones municipales, por último, la ley establece unos procedimientos que facilitan la presencia ciudadana en la gestión corriente, pero dichos procedimientos son bastante desconocidos para la gran mayoría y, en todo caso, no se suelen utilizar o, como mínimo, se pueden manejar de manera oscura. A pesar de ello, cabe decir que en este nivel sigue habiendo pasadizos que permiten un ejercicio democrático consistente, y la práctica reciente de los nuevos ayuntamientos parece confirmarlo.

Estas grandes pinceladas dibujan un panorama sombrío de la democracia española. Si a ello se unen las últimas estocadas contra las libertades ciudadanas, se puede decir sin temor a exagerar que el panorama se va haciendo estremecedor.

En el plano supranacional, de manera a veces consciente, aunque en general como inspiración subyacente, se suele atribuir a la Unión Europea unas excelencias democráticas de las que nosotros como país carecemos. Por lo pronto, a veces sabemos más de las deliberaciones, preguntas y respuestas del Parlamento Europeo que del Congreso de los diputados. De hecho, un grupo político muy minoritario del Parlamento europeo goza del derecho de hacer preguntas que reciben respuestas serias y elaboradas, cosa que es excepcional en el Congreso de los diputados.

Y ahora resulta que el mirlo blanco de la democracia europea, que para nosotros se representa a través de las instituciones de la Unión, muestra su cara más negra. Las actuaciones recientes en relación con la negociación de los nuevos tratados internacionales constituyen una muestra indecente de la pérdida de eficacia y de funcionalidad de la democracia, y conducen a verla como una mera ficción. En ese nivel se combinan las deficiencias y las pérdidas de legitimidad de la democracia de los estados y de la democracia supranacional de la Unión.

A este respecto, tenemos la suerte de contar con gente que hurga en la herida. En un artículo titulado “Bruselas quiere aprobar el TTIP y el TISA sin pasar por la ratificación individual de los 28 países miembros”, del que es autor Alejandro López de Miguel, se dice textualmente que Bruselas...“no solo negocia en secreto varios tratados que darán nuevos poderes a las multinacionales, sino que además no tiene interés por pedir la opinión individual de los 28 parlamentos de los países que integran la Unión. La Comisión Europea no tiene previsto someter los acuerdos secretos TTIP, TiSA y CETA a la ratificación de los países de la Unión.”

Esto se desprende de la respuesta de la comisaria de Comercio, Cecilia Malmström, a una pregunta parlamentaria formulada por la eurodiputada y portavoz de IU en la Eurocámara, Marina Albiol. La comisaria de Comercio señala textualmente: “En la medida en que los acuerdos comerciales entran dentro de la competencia de la UE, la Comisión considera que no hay ningún requisito que obligue a los estados miembros a ratificarlos individualmente”.  Se impone una impresión de paralelismo con las prácticas habituales en la democracia española: 'como tengo mayoría absoluta en el Congreso, apruebo lo que me da la gana sin consenso ni discusión previa', con lo que alimento una práctica parlamentaria en la que solo cabe la ratificación pasiva, que probablemente sea lo que acaben haciendo los parlamentos nacionales en relación con esos tratados internacionales.

Y añade el autor: “Esto se refiere al polémico Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP), entre Bruselas y Washington, el CETA (Comprehensive Economic and Trade Agreement), entre la UE y Canadá, y el Trade in Services Agreement (TiSA), que medio centenar de países -entre ellos los 28- negocian con total opacidad”.

Y esto viene a decir, más o menos, en traducción libre de mi cuenta, 'a la UE le tiene sin cuidado que la constitución de alguno o algunos de sus 28 miembros especifique algo al respecto o que la propia práctica política en esos países haya consolidado una cultura de discusión y sanción institucional y/o ciudadana para tratados que comprometen la soberanía nacional hasta el punto en que éstos lo hacen'.

¿Para qué les sirve la democracia? A la vista está que para quienes detentan el mando es un incordio.

Desde una visión crítica, sabemos para qué sirve la democracia que conocemos y cuáles son sus principales limitaciones; no hace falta discurso alguno en este sentido. Cada vez más el problema es el cómo. Si nos atenemos a las configuraciones institucionales combinadas con las prácticas políticas y con el marco jurídico que se va imponiendo, los Ayuntamientos dejan alguna brecha, pero de ahí hacia arriba (Diputaciones, Gobiernos Autónomos, Gobierno central y Comisión Europea) los caminos se estrechan y las posibilidades de intervenir se esfuman.

La pregunta sobre 'el cómo' del ejercicio democrático se va quedando sin un abanico de respuestas, camino de la única posible: toda ruta de práctica democrática habrá de irse construyendo cada vez más al margen de la institucionalidad existente. Ésta solo servirá para aprovechar resquicios que sobre todo permitan evitar una transformación totalmente regresiva del marco jurídico y, de paso, admitan dar respuestas a problemas cotidianos de la población, limando a escala local las aristas más agudas de la desigualdad social.

Al margen de la institucionalidad vigente y por encima de las barreras de los estados nacionales. El desafío es precisamente este: con pocos medios y seguramente contra la ofensiva creciente de las instituciones existentes, es imprescindible generar una capacidad de acción que promueva a escala supra-nacional la presencia de las ciudadanías europeas en un proceso de gestación de nuevas instancias democráticas. Estas instancias, naturalmente, deberán también gestionar su progresiva legitimación y su reconocimiento como actores con capacidad de influir en el escenario europeo.

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