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Grecia o el protectorado permanente

Partidarios del 'no' reparten pegatinas en Atenas el jueves.

José Moisés Martín

Que los sucesivos gobiernos de Grecia han cometido errores gravísimos en la gestión de las cuentas públicas es un hecho constatado. Cuando Yorgos Papandreu clarificó la verdadera situación de la deuda pública griega, allá por finales de 2009, los informes de la Unión Europea ya alertaban de que Grecia se estaba enfrentando a la crisis financiera internacional con una serie de desequilibrios acumulados en el ámbito de su balanza exterior y su déficit público, pero pocos sospechaban que los gobiernos de Nueva Democracia habían maquillado, con la ayuda del banco internacional de inversiones Goldman Sachs, las cuentas públicas de tal modo que habían ocultado a los socios de la Unión Europea y a su propia ciudadanía el alcance total de su deuda pública.

Desde aquel momento y hasta la fecha lo que hemos vivido los europeos es una serie de desafortunados incidentes que llevaron al euro al límite de la ruptura en 2010 y 2012, a dos “rescates” de la economía griega, a una crisis social de proporciones dramáticas, y a unos niveles de desencuentro político y desafección democrática sin precedentes en la historia reciente de la Unión Europea. La guerra de cifras entre los partidarios y detractores –varios, por la derecha y por la izquierda- del rescate es inabarcable: se ha manejado información estadística sobre el crecimiento –o mejor dicho, contracción- de la economía griega, el tamaño de su deuda, los intereses que debe pagar, el aumento del desempleo y la pobreza, la edad de jubilación, o el sistema fiscal griego con tanta ligereza como profusión, tanto para justificar la conveniencia del rescate como para denostar sus condiciones por demasiado duras socialmente o demasiado laxas financieramente. Hay mucha información, pero también falta mucha.

Falta, por ejemplo, el detalle del informe que se filtró a la prensa británica el pasado día 30 de junio, del cual se hizo eco el diario británico The Guardian, y que no ha sido referido en prácticamente ningún medio español –se desconocen los motivos, aunque se intuyen- en el que el Fondo Monetario Internacional reconoce que incluso bajo el escenario más favorable a los intereses de los acreedores, la deuda griega es insostenible. Es decir: que tras dos rescates, una pérdida del producto interior bruto cercano al 25% (sólo comparable a la gran depresión norteamericana), una pobreza que prácticamente se ha doblado durante estos años, el FMI concluye que Grecia no podrá pagar su deuda.

Que Grecia no pueda pagar su deuda lleva a dos conclusiones: a la necesidad de realizar una quita de la misma, o a mantener el stock de deuda lo más estable posible mientras ésta se refinancia permanentemente –en lo que algunos economistas llaman “extend and pretend”, esto es, renovar los plazos de pago periódicamente generando la “ficción” de que algún día se pagará. Esta solución, la más aceptable para los contribuyentes del resto de la Eurozona, llevaría a cerca de 30 años con un crecimiento económico nominal del 4% de media y equilibrio presupuestario. Con esta estrategia, Grecia alcanzaría un nominal de su deuda pública equivalente al 60% del PIB (el compromiso del pacto de estabilidad y crecimiento) en 2042. Y seguramente podría acceder a los mercados internacionales con una deuda de alrededor del 100%, entre los años 2028 y 2030.

Crecimiento de Grecia

Las probabilidades de que Grecia crezca al 4% nominal durante los próximos 30 años manteniendo equilibrio presupuestario –lo cual significa superávit primario suficiente como para poder pagar los intereses de la deuda- son escasas. Aun suponiendo una inflación media cercana al objetivo de la política monetaria europea (el 2%), el crecimiento económico medio de Grecia debería aproximarse al 2% anual, algo que no es totalmente improbable si tenemos en cuenta que las previsiones de la OCDE para el crecimiento potencial del país se sitúan en ese orden de magnitud hasta el año 2030. A partir de esa fecha, la OCDE pronostica un crecimiento potencial del 1,3%, lo cual sería insuficiente para alcanzar los objetivos planteados.

Los modelos del FMI parten de hipótesis similares: para hacer sostenible su deuda, Grecia debería crecer, a largo plazo y de manera sostenida al menos durante los próximos 15 años, entre el 3,5% y el 4% anual en términos nominales (esto es, aproximadamente la suma de la inflación y su crecimiento del PIB), mantener un superávit primario (esto es, el resultado de los ingresos menos los gastos públicos sin contar intereses) estuviera sobre el 3,5% del PIB, y conseguir dinero de privatizaciones por valor de alrededor del 13% de su PIB. Aún así no alcanzaría los requisitos establecidos en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (deuda pública por debajo del 60% del PIB) hasta bien entrada la década de 2030, y en ningún caso alcanzaría los objetivos planteados por el programa de rescate de 2010 y 2012 de situar la deuda pública por debajo del 112% en 2020.

¿Qué economía puede realizar semejante esfuerzo y soportar el coste social que implica? ¿Qué electorado es capaz de mantener tal disciplina en un país con las condiciones sociales tan deterioradas? Quien escribe estas líneas sospecha que ninguno, salvo que se le someta a una reducción absoluta de su soberanía fiscal, esto es, se le convierta en un protectorado.

Los gobiernos de la Unión Europea parece que de momento han asumido esta opción. Dado que tienen, como mínimo, la misma información sobre las proyecciones económicas que tiene quien escribe estas líneas, hemos de suponer que son conscientes de lo irreal de sus planteamientos a medio y largo plazo. Que la estructura institucional de Grecia tiene graves problemas de corrupción y fraude, que el estado es ineficiente y los mercados poco competitivos, o que son necesarias reformas en profundidad, creo que poca gente sensata podría discutirlo. Pero poner en marcha todo ese “arsenal de reformas” debe verse correspondido, de manera inequívoca, con una reestructuración sustancial de la deuda.

Que los líderes europeos quieran alcanzar ese acuerdo con Alexis Tsipras o con otro gobierno más proclive a sus planteamientos forma parte de otras consideraciones que dejo a la libertad del lector. En los últimos meses, la opinión pública y publicada se ha esforzado, hasta niveles que rozan el bochorno intelectual, en hacernos creer que el problema de Grecia es Tsipras. Pero lo que parece evidente es que con Tsipras o sin Tsipras en el poder, si no hay una solución social y económicamente sostenible, el problema de la deuda griega seguirá encima de la mesa de los jefes de estado y gobierno de la Unión Europea durante largos años.

Ante este panorama, Grecia tiene varias opciones: negociar una quita sustancial de su deuda, de manera que pueda recuperar espacio para el crecimiento económico y paliar las terribles consecuencias sociales de la crisis, declararse –tarde o temprano- en quiebra y realizar un impago de la deuda –con las consecuencias que esto puede tener en términos políticos, económicos y sociales- o someterse al menos a dos décadas de sufrimiento social supervisado internacionalmente, con la esperanza de que los más que improbables supuestos de crecimiento y superávit planteados se cumplan. Esto es precisamente lo que el domingo puede decidir la ciudadanía Griega: si convertirse en un protectorado o recuperar su soberanía, con los costes –y esperanzas- que cada una de las opciones pone por delante. Difícil elección, sin duda.

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