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Escribir en Madrid es llorar

Retrato de Mariano José de Larra.
17 de diciembre de 2025 22:05 h

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En la mañana del pasado domingo, fui a recogerme un rato ante el retrato al óleo de Mariano José de Larra firmado por el pintor José Gutiérrez de la Vega en 1835. Está en el madrileño Museo del Romanticismo, junto a otro de Dolores Armijo, la mujer de la que Larra estaba locamente enamorado y cuyo rechazo le condujo a un suicidio absurdo para mí, aunque muy propio de la época, recuérdese el del joven Werther en la novela de Goethe.

Fui a ver a Larra porque lo tengo como el primer gran maestro del periodismo español. Sus artículos iban más allá de la espuma de los días, de los dimes y diretes del momento, y, a fuer de ingeniosos, bien fundados y magníficamente escritos, pueden ser leídos con provecho y con gusto casi dos siglos después de su primera publicación. Siempre he pensado que, además de denunciar las tropelías de su tiempo, el periodismo escrito debe aspirar a ser un género literario. Larra señaló la senda de excelencia por la que transitarían otros grandes de nuestro articulismo: Julio Camba, González-Ruano, Josep Pla, Francisco Umbral, Manuel Vicent, Maruja Torres…

En el Museo del Romanticismo, le dije mentalmente al maestro Larra que su obra sigue teniendo una enorme vigencia, le informé de que, con otros ropajes, por supuesto, la España que él denunciaba sigue viva y coleando. La de la picaresca y la corrupción, la del absentismo y la ineficacia, la del autoritarismo y la arbitrariedad, la de la intolerancia y el casticismo. Y le añadí que sigue valiendo lo que él escribió en el primer tercio del siglo XIX: “Escribir en Madrid es llorar”.

Hace bien poco, le conté, cinco carcamales con toga y puñetas, cinco presuntos émulos de Ramón Pedrosa Andrade, han insultado groseramente al periodismo español contemporáneo. ¿Cómo? Despreciando los testimonios de varios compañeros que, bajo juramento, desmintieron que fuera el fiscal general del Estado el que les filtrara el correo en el que un sinvergüenza confesaba sus delitos. Le puse al corriente a Larra de que ese sinvergüenza había ganado mucho dinero trapicheando con mascarillas durante una pandemia -igual tú lo llamas una peste, maestro- y no pagando luego las correspondientes gabelas. Ese tunante, proseguí, es el compañero de lecho de la presidenta de la Comunidad de Madrid, una chulapa que manda muchísimo en la Villa y Corte.

Sentí que Larra no acaba de entender el embrollo, así que le facilité eso que hoy llamamos un poco de contexto. Esos cinco magistrados son miembros de algo que podríamos denominar la Toga Nostra: están en el Supremo por haber servido fielmente a lo largo de sus carreras a la actual derecha española, que acaudilla la susodicha presidenta de la región de Madrid. Para entendernos, maestro, esa derecha equivaldría a lo que eran en tus tiempos los absolutistas.

Por el contrario, el fiscal general que fue juzgado en el Supremo estaba del lado de lo que vosotros llamabais liberales. Sí, estaba condenado de antemano por los togados. Como José María Torrijos, Rafael del Riego y Mariana Pineda en tus tiempos. No te asustes, maestro, ya no existe la pena de muerte en España, en eso, al menos, hemos avanzado. Las condenas no llegan ahora a la horca, el fusilamiento o el garrote vil.

Le expliqué a Larra que ahora muchos periodistas llaman polarización a lo que siempre han sido las dos Españas: una, la liberal, la laica, la progresista; otra, la absolutista, la clerical, la reaccionaria. Una, la del grito de Riego; otra, la del ¡Vivan las cadenas! Aunque en estos tiempos, le informé, a la segunda le gusta llamarse liberal, neoliberal o hasta libertaria, porque son pocos los que hoy se atreven a pronunciarse explícitamente contra la libertad. De momento, al menos.

La primera de las dos Españas, continué, ha gobernado nuestra querida patria menos que la segunda en los últimos doscientos años. Y cuando lo ha hecho, siempre ha sido bajo la amenaza de ser desalojada por la fuerza, ayer la de las armas, hoy la de los tribunales. A tal punto que, al anunciar su dimisión, el primer gobernante de la actual democracia, un señor llamado Suárez, confesó: “No quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. Los españoles que no vivieron ese momento pueden conocerlo ahora en una serie televisiva llamada Anatomía de un instante.

No intenté explicarle al maestro Larra lo que es la televisión: en la sala de los retratos de Larra y Dolores Armijo en el Museo del Romanticismo entró un grupo de visitantes y hubiera sido incívico no dejarles espacio para contemplarlos de cerca. Así que solo le añadí como despedida que ahora no hay censura previa de los textos periodísticos, pero sí pocos periódicos que osen publicar informaciones u opiniones contrarias a la sempiterna España negra. Escribir en Madrid, en toda España podría decirse, sigue siendo llorar. Y le recalqué que persiste en los caciques de nuestra patria un desprecio engreído del testimonio que puedan aportar periodistas que no sean de su cuerda, aunque tengan muy acreditada su independencia y profesionalidad. Lo acaban de manifestar los cinco carcamales del Tribunal Supremo.

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