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En el AVE con el fiscal
Una de las sorpresas que le aguardan a uno al montarse en el tren es si le va a tocar el corralito de cuatro; así fue. Me senté un poco desairado, largando fiesta contra la agencia y, entonces, ocurrió: no les reconocí al principio porque venían vestidos de esta época, vaqueros y saquito: eran Aristóteles y Montesquieu. Me puse nervioso y loco de contento, hacía muchos pero que muchos años que nos les veía. Habían bajado de su cielo porque se habían enterado de lo del fiscal general y estaban en algo así como una comisión interestelar de observación. Iban a Madrid, después de aprovechar un diíta en Zahara, a ver si se enteraban de los fundamentos jurídicos del fallo contra el fiscal general y a otras cosas.
Entramos en conversación, no pensaba perder la oportunidad ni ellos tampoco de sondear, y Tote (le llamo así desde siempre) empezó sobre la propia condición de los jueces, su principal preocupación: en mis tiempos ya teníamos —se refería a Grecia— una institución denominada la dokimasia, su fin no era otro que evitar que la democracia fuera destruida desde dentro. Un examen de aptitud democrática sin el cual nadie podía ser magistrado. Y —siguió— una democracia se enfrenta a grandes retos y contradicciones si sus jueces no son demócratas, es inviable.
Le puse al corriente de que un gran jurista español, Montero Ríos, en los tiempos más modernos del siglo XIX —lo conocía— señaló que para ello, la inamovilidad necesaria de los jueces debía ser acompañada por la responsabilidad por sus decisiones, de lo contrario, sin responsabilidad, todo acaba en tiranía judicial.
Hoy los jueces federales estadounidenses son elegidos por el poder ejecutivo, a los jueces y fiscales estatales los elige el pueblo de cada estado, en muchos casos, y pueden destituirlos
Claro, siguió el sabio heleno: la responsabilidad viene luego, en el ejercicio, de hecho, “la predisposición contra alguien, la ira y otras afecciones del alma nunca tienen que ver con lo juzgado ni el justiciable sino con el juez”, por eso, sentenció: “Conviene que las leyes estén bien establecidas por el legislador y definan todo cuando sea posible por sí mismas y dejen lo menos posible al arbitrio de los jueces”.
Pero, qué hacer cuando eso ocurre, pregunté. Eso no forma parte solo de la responsabilidad de un juez, siempre exigible. Es algo peor, intervino Montesquieu: “Lo verdaderamente grave es cuando se produce la invasión de poderes porque implica la no aceptación del sistema democrático y el papel del pueblo, vía procesos electorales, depositado en instituciones electas. Yo defiendo la existencia de equilibrios y contrapesos entre los tres poderes y no una separación estanca con mamparos. Si hay un desequilibrio a favor de los jueces y estos se consideran impunes, no sujetos a crítica, en tanto que actores políticos, es el fin de la democracia. Por eso, he advertido —quizá no he sido suficientemente leído— que el verdadero peligro son los jueces constituidos en juristocracia, que los jueces se crean que pueden gobernar ellos y sobrevolar sobre los poderes electos, es decir, las urnas”.
En esto, apareció Thomas Jefferson. Venía como observador no por haber sido el tercer presidente de EEUU, sino por su brillante protagonismo en la configuración del poder judicial en su joven democracia. Era el asiento que faltaba. Él se había pasado por Rota y se había entretenido con unos turistas en el andén. Se incorporó a la conversación. En nuestros debates constituyentes —dijo Jefferson— siempre defendí, en favor de la libertad, el principio electivo para que el pueblo pudiera elegir y revocar a jueces y fiscales. Es la vía más democrática —continuó—, hoy los jueces federales estadounidenses son elegidos por el poder ejecutivo, a los jueces y fiscales estatales los elige el pueblo de cada Estado, en muchos casos, y pueden destituirlos. En nuestro sistema, el fiscal general forma parte del poder ejecutivo.
A ambos lados del Atlántico, el 'lawfare' no es sino una herramienta más, la más obscena, de la juristocracia, una perversión de los fundamentos de la democracia
Los tres habían leído y comentaban la prensa estadounidense, que días atrás señaló la preocupación por el creciente intervencionismo de los Tribunales Supremos por todo el planeta y la utilización profusa de guerras sucias para reclamar y ejercer el poder político, directamente, o en alianza con fuerzas antidemocráticas y despóticas. A ambos lados del Atlántico, el lawfare, comentaron, no es sino una herramienta más, la más obscena, de la juristocracia, una perversión de los fundamentos de la democracia.
Ya íbamos llegando, Aristóteles quiso concluir. Como soy el mayor —dijo— me concedo esa licencia: empecé recomendando la dokimasia como filtro para que los jueces siempre fueran demócratas y no una amenaza para la democracia. Me permito para terminar provisionalmente esta conversación recomendar otra institución, vieja pero muy útil por intimidatoria, si me es permitida la expresión. Se trata de la euthyna. Así, cuando los jueces o todo funcionario público terminaban su mandato en Grecia, debían someterse a una prueba obligatoria —la jubilación no les eximía— para rendir cuentas al final de su ejercicio. Creedme que es un incentivo para la honestidad y para el cumplimiento de ley.
Cuando sepan de la sentencia del fiscal general me han prometido seguir la conversación.
(De Democracia en alerta, versión libre. Con licencia del autor).
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